La tolerancia es la virtud moral y cívica que consiste en saber conceder la misma importancia a la forma de ser, de pensar y de vivir de los demás que a nuestra propia manera de ser, de pensar y de vivir sin peros y sin reparos.
La tolerancia bien entendida es la capacidad de un individuo de aceptar una cosa con la que no está de acuerdo. Y por extensión moderna, la actitud de un individuo frente a lo que es diferente de sus valores Si comprendemos que nuestras creencias y costumbres no son ni mejores ni peores que las de otras personas, sino simplemente distintas, estaremos respetando a los demás. No es preciso compartir una opinión para ser capaz de considerarla tan válida como cualquier otra. Lo que hace falta es tratar de ponerse en el lugar de los demás. A eso se le llama empatía. Desde cada perspectiva, las cosas se perciben de una manera distinta. Compartir las diferencias nos enriquece.
Por supuesto, la tolerancia no debe hacerse extensible hacia las formas de ser, pensar y vivir que no respetan, a su vez, los derechos humanos y las normas de convivencia establecidas democráticamente. Dejar pasar actitudes desconsideradas e injustas es una manera indirecta de no respetar a quien las sufre. Por eso, ser tolerante es también definirse, dar un paso al frente, hacer una opción por la justicia y la paz.
El mundo sueña con la tolerancia desde que es mundo, quizá porque se trata de una conquista que brilla a la vez por su presencia y por su ausencia. La tolerancia es una herramienta irremplazable para tener una mayor y mejor perspectiva de vida, que si nos recluimos en el callejón estrecho de la intolerancia. Se ha dicho que la tolerancia es fácil de aplaudir, difícil de practicar y muy difícil de explicar.
Es un error confundir la tolerancia con la permisividad indiscriminada y la ausencia de normas. El miedo a caer en el dogmatismo se ha proyectado en miedo e incomprensión hacia la disciplina , y la ausencia de ésta hace tambalear las bases de la buena educación.
Los niños no entienden de teorías; aprenden por lo que ven y por lo que oyen, día a día, sin equívocos ni ambigüedades. Para transmitir reglas hay que saberlas bien, ejercerlas constantemente y proponerlas con convicción. Sólo así se crean hábitos.
No respetar ni hacer cumplir las reglas de juego que hacen posible la convivencia equivale al deterioro de la misma. Quienes detentan la autoridad bien entendida –gobernantes, padres de familia, educadores, etc.- están obligados a defender el cumplimiento de las normas comunes. No ejercer esta obligación sería caer en la tolerancia mal entendida que equivaldría a identificarla con la permisividad total.