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Releyendo algún relato de Espejos de Eduardo Galeano, me he encontrado con uno titulado, “Abanicos”.
“De sus abuelas andaluzas habían aprendido el lenguaje secreto de los abanicos, que lo mismo servía para desobedecer al marido o al rey: esos lentos despliegues y súbitos repliegues, esas ondulaciones, esos aleteos”.(p. 182)
A veces los recuerdos, en aparente estado de hibernación, recobran el aliento como por ensalmo. Una frase, una melodía, un rostro, un texto de Galeano... pueden ser los desencadenantes de vivencias que, aparentemente intrascendentes o enigmáticas en su momento, se rememoran con luz nueva como si se tratase de episodios inéditos de gran relevancia. Y por si cupiera alguna duda, cada vez me reafirmo más en lo que dijo García Márquez: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla”.
El texto de Galeano me ha trasladado a una etapa de mi vida que bien podría ubicarse en esa frontera indefinida que se halla entre la pubertad y la adolescencia.
Mi tía Pepita era la menor de los cinco hermanos. De vocación soltera, fue la única que abandonó aquel rancio terruño de la piel de toro todavía en trance de restañar las heridas lacerantes de la recién acabada guerra fratricida. Por avatares de la vida acabó en Montpellier, capital del Languedoc-Rosellón, donde se habían exiliado unos tíos. Cada verano venía al pueblo y se volcaba con los sobrinos grandes y pequeños como si fueran sus hijos, pero renunciando a esa faceta autoritaria, distante y un tanto déspota que conllevaba el ejercicio de la maternidad por aquellos entonces. Ejercía más de amiga que de tía. Mientras hermanos y cuñadas la observaban en silencio, la hermana mayor no cesaba de reprobar su actitud desenvuelta y tan ajena a los convencionalismos imperantes en aquel pequeño pueblo de la Sierra... Vestía en tonos claros, a veces llevaba pantalones ceñidos que ponían de manifiesto el encanto rítmico de sus caderas, las faldas hasta las rodillas, no acostumbraba a llevar medias, zapatos de altos tacones y su melena era corta (a lo “garçon”, decía ella, al tiempo que la agitaba con gesto estudiado). Mis primos y yo la mirábamos embelesados y comentábamos....”¡ Qué guapa, qué moderna y qué simpática es la tía Pepita ! ¡ Y qué rodillas tiene !”, añadía Ricardo, el mayor de los primos.
Una de las escenas que me hace rememorar el texto del ilustre escritor uruguayo es el de la imagen de mi tía abanicándose, desplegando y replegando su ilustrado abanico con una destreza llena de gracia y donaire. Recuerdo que me invitaba a ponerme a su lado para compartir la brisa agitada y suave que generaba el abanico. Cansada o deseosa de compartir acababa pasándome el abanico cerrado. Yo lo abría y contemplaba los dibujos con curiosidad. Tiempo después descubrí que eran de "Las mil y una noches". Le hubiese preguntado el significado de alguna escena, pero la timidez podía conmigo. Recuerdo que siempre que me embelesaba con aquellos dibujos ella me decía sonriendo, "Tú, también a mí"
Aquella frase, que siempre acompañaba al hecho de contemplar aquellas ilustraciones del abanico, me resultaba enigmática, pero también muy grata sin saber muy bien el porqué. Ni le pregunté a ella ni a nadie por el significado. Me limitaba a sonreír, sin más... Años después, el conocimiento del poema “Para vivir no quiero” de Pedro Salinas - ¡Qué alegría más alta vivir en los pronombres! – siempre lo asociaba con la frase, “Tú, también a mí”
Hoy, con la huella indeleble que dejó la ausencia de mi tía Pepita en mi memoria y en mis afectos, he descifrado, por fin, el enigma de aquella frase concisa, siempre acompañada de sonrisas y complicidades encubiertas.
Mirar los dibujos del abanico quiere decir: “Me gustas mucho"
Ahora entiendo su respuesta...
(1). Esta fotografía, dejando intacto el rostro, con algunos retoques de Photoshop podría ser de la tía Pepita.