En
un debate que me tocó ejercer de moderador me vi obligado a llamar la atención
a una persona del público que insultó a uno de los ponentes. Parte de los asistentes
manifestaron su aprobación aplaudiendo la reprimenda. No soporto el insulto. Creo que denigra
a quién lo profiere...
Insultar,
según el Diccionario, es dirigir a alguien o contra alguien palabras, expresiones
o gestos con intención de lastimar u ofender. Hay insultos que parten de una
intención premeditada de desprestigio del adversario; otros se producen en
momentos de excitación en el calor de una discusión. Insultos de los dos tipos
parecen haberse hecho habituales en los debates entre nuestros políticos.
Suele
recurrirse a ellos cuando no se puede argumentar de forma convincente. Es una
forma rápida de regular nuestras emociones.
Lo
bueno de los insultos es que “se entienden. Transmitimos información de forma
rápida”. Funcionan de
forma comparable a los refranes y otras expresiones compartidas, que hacen más
fácil la comunicación aunque sea “a costa de empobrecer el contenido”.
Algunos
personajes públicos han asumido como habitual el lenguaje del insulto, la
crispación y la demagogia. Pero la agresividad contra el que no comparte las
propias ideas no les otorga mayor razón, ni contribuye a un debate socialmente
útil.
La
utilización del insulto como recurso dialéctico desacredita al que lo utiliza,
porque revela que está falto de razones, carece de capacidad para desvelar las
contradicciones del adversario y para desconcertarlo con fina ironía. Aunque
pueda ser útil ante los oyentes que están incondicionalmente del lado del que
profiere los insultos, e incluso los jalea. Ese tipo de debate grueso resulta
estéril, y supone una falta de respeto y consideración a la Institución que se
representa y a los ciudadanos representados
El
filósofo alemán Schopenhauer ya comentó en 1831, en un librito titulado “El
arte de tener razón”, su opinión al respecto. Analiza hasta 38 estrategias
para lograr tener siempre razón, justa o injustamente, en una discusión, cuando
quien discute no combate en pro de la verdad, sino de su tesis. Tras exponer
treinta y siete estratagemas muy variadas con tal fin, plantea una última, propia
de gente vulgar, en estos términos:
“Cuando
se advierte que el adversario es superior y que uno no conseguirá llevar razón,
personalícese, séase ofensivo, grosero. El personalizar consiste en que uno se
aparta del objeto de la discusión y ataca de algún modo al contendiente y a su
persona…Esta regla goza de gran predicamento porque cualquiera es capaz de
ejercerla…”
No
soporto los insultos vengan de donde vengan. El que sepa hacerlo, que exponga
sus razones con toda la contundencia y crudeza necesarias, pero deje de
utilizar el fácil y degradante recurso del insulto personal.