Capítulo. I
Ramiro está seriamente apesadumbrado por los pensamientos grises que de vez en cuando le asaltan. Jubilado desde hace diez años, tras ejercer durante treinta y cinco de taxista en la ciudad condal, en cuanto llega el veintiuno de septiembre, haga o no calor, él se pone una chaqueta azul descolorida con coderas desgastadas de cuero gris. Y no se la quitará hasta el veintiuno de diciembre. Entonces la sustituirá por una pelliza de cuero de las que abrigan de verdad y no esas mariconadas de parkas que se llevan ahora. Ramiro tiene sus propios cánones y los sigue a rajatabla. Suele abrocharse sólo el botón más bajo de la chaqueta y desde hace años lleva encasquetada una gorra americana de jugador de béisbol de color rojo con las letras “BD” en azul oscuro. Se la regaló Angoy -yerno del doblemente mítico jugador y entrenador del Barça- cuando jugaba al béisbol en el “Barcelona Dragons” en el Estadi Olímpic de Montjuic. Luego marchó a USA para jugar en el “Denver Broncos”. Fue un “kickers” extraordinario, añade, y, antes de que le pregunten por la palabrita de marras, se adelanta y con cierto engolamiento que raya la chulería dice que significa “chutador”. Ramiro aprovecha la admiración que provocan estos alardes para añadir que su padre nació en Alagón, el mismo pueblo de Angoy. El conocimiento de Angoy, jugador de fútbol inglés y americano, le viene de haberlo llevado en cierta ocasión al Aeroport del Prat. A partir de entonces, carne y uña. Aunque Angoy es más famoso por ser yerno de quien lo es, todavía, que por sus éxitos deportivos, Ramiro lo idolatra porque, además de ser paisano de su padre, nadie le ha regalado una gorra como él.
Sus contertulios, también jubilados, le escuchan con cierta devoción porque siempre cuenta anécdotas de famosos a los que ha llevado en sus diferentes taxis y no suele repetirse como otros. Ramiro es casi políglota, habla en castellano, utiliza el catalán para saludar, referirse a calles y lugares de Barcelona y de vez en cuando suelta algún que otro “OK, maño” con acento angloaragonés. Antes de las Olimpiadas del 92 hizo un cursillo intensivo de inglés de cuatro horas.
Treinta y cinco años de taxista dan mucho de sí. Comenzó con una “SEAT 600” de cuatro puertas, el mejor de todos, y acabó con un “Mercedes”. Ramiro lleva una pequeña libreta con un listado de anécdotas y también apunta el nombre de las personas que las han escuchado. Así no se repite como acostumbran a hacer los viejos con las batallitas sempiternas. Cuando sale de casa con esta gorra de visera profunda y curvada, la chaqueta siempre abotonada de aquella guisa y un palillo danzarín entre los labios, Paca, la portera, no disimula una sonrisita de guasa. Ramiro se da cuenta, pero la ignora. Él también le podría decir algo a Paca sobre lo cotilla que es, la bata que lleva y la manía que tiene de barrer la acera echando la basura en la calzada y, sin embargo, se calla. Hasta que un día reviente... No es fácil sacar de sus casillas a Ramiro, pero es que “la Paca”, a su manera, se chotea de todos los vecinos, menos de los del 5º, 1ª que le dan un ostentoso aguinaldo para Navidad.
Ramiro, como cada martes y jueves, acude al jardincillo de la plaza Gal.la Placídia y se sienta en un banco enfrente del Mercat de la Llibertat provisional que reemplaza temporalmente al viejo, actualmente en proceso de restauración. Ah, me olvidaba, Ramiro es alto y delgado. Esté sentado o de pie, siempre sobresale de los demás. La gorra de los “BD” también le ayuda un poco.
Pronto acudirá su amigo Plácido en la silla de ruedas diestramente conducida por Carolina, la joven y dulce boliviana. Es el mejor momento del día, aunque los pensamientos sombríos que le asaltan de vez en cuando le tengan seriamente preocupado.
Sus contertulios, también jubilados, le escuchan con cierta devoción porque siempre cuenta anécdotas de famosos a los que ha llevado en sus diferentes taxis y no suele repetirse como otros. Ramiro es casi políglota, habla en castellano, utiliza el catalán para saludar, referirse a calles y lugares de Barcelona y de vez en cuando suelta algún que otro “OK, maño” con acento angloaragonés. Antes de las Olimpiadas del 92 hizo un cursillo intensivo de inglés de cuatro horas.
Treinta y cinco años de taxista dan mucho de sí. Comenzó con una “SEAT 600” de cuatro puertas, el mejor de todos, y acabó con un “Mercedes”. Ramiro lleva una pequeña libreta con un listado de anécdotas y también apunta el nombre de las personas que las han escuchado. Así no se repite como acostumbran a hacer los viejos con las batallitas sempiternas. Cuando sale de casa con esta gorra de visera profunda y curvada, la chaqueta siempre abotonada de aquella guisa y un palillo danzarín entre los labios, Paca, la portera, no disimula una sonrisita de guasa. Ramiro se da cuenta, pero la ignora. Él también le podría decir algo a Paca sobre lo cotilla que es, la bata que lleva y la manía que tiene de barrer la acera echando la basura en la calzada y, sin embargo, se calla. Hasta que un día reviente... No es fácil sacar de sus casillas a Ramiro, pero es que “la Paca”, a su manera, se chotea de todos los vecinos, menos de los del 5º, 1ª que le dan un ostentoso aguinaldo para Navidad.
Ramiro, como cada martes y jueves, acude al jardincillo de la plaza Gal.la Placídia y se sienta en un banco enfrente del Mercat de la Llibertat provisional que reemplaza temporalmente al viejo, actualmente en proceso de restauración. Ah, me olvidaba, Ramiro es alto y delgado. Esté sentado o de pie, siempre sobresale de los demás. La gorra de los “BD” también le ayuda un poco.
Pronto acudirá su amigo Plácido en la silla de ruedas diestramente conducida por Carolina, la joven y dulce boliviana. Es el mejor momento del día, aunque los pensamientos sombríos que le asaltan de vez en cuando le tengan seriamente preocupado.