Estimado amigo:
El otro día fui testigo, una vez más,
del acusado sentido del ridículo que tanto te caracteriza. Sé que lo pasas muy
mal y que te gustaría poner los medios para evitar esas situaciones que te
provocan tanta desazón e inseguridad. Quisiste hacerlo bien, pero te faltó naturalidad
y la sonrisa que esbozó tu interlocutora te sumió en un mar de zozobras un tanto vergonzantes. He pensado en
ello y se me ha ocurrido dedicarte esta entrada. Hemos hablado en diversas
ocasiones, pero ya se sabe que las palabras se las lleva el viento. Por eso
opto por escribirte sin más pretensiones que las de trasmitirte de forma más
reflexiva lo que se me ocurre sobre ese espinoso asunto que tanto te corroe...
El sentido del ridículo es el último
recurso de la inteligencia para salvaguardar la dignidad humana. Sin él, todo
se torna absurdo, simiesco. El problema, sin embargo, radica en saber hasta qué
punto este sentido peca por exceso o por defecto. Ambos extremos son
indeseables.
Conozco a personas que como tú están muy
pendientes y preocupadas por no hacer algo inconveniente en presencia de los
demás. Si ellos o sus acompañantes llevan a cabo alguna extravagancia social, piensan
que se han expuesto al ridículo público y que, por tanto, resultan molestos y
fuera de lugar, y pueden ser sometidos a la burla o al desprecio de las
personas presentes mientras “hacían el ridículo”. Este tipo de situaciones os generan
una gran ansiedad, temor y vergüenza. La cara que pusiste el otro día era todo
un poema...
La inseguridad, la timidez, la posible
autosugestión infundada y una sobrevaloración de los convencionalismos
sociales, así como un exceso de sensibilidad frente a lo que puedan opinar los
demás son rasgos que os caracterizan. A veces, la causa de este conflicto
radica en la falta de habilidad y de experiencia en actividades que impliquen
cierto grado de relación social. En los casos extremos se puede llegar a sufrir
una especie de “fobia
social” que impide a
la persona superar tal angustia. Tú, afortunadamente, no te hallas todavía en
esa tesitura.
Por el contrario, la falta absoluta del
sentido del ridículo es propia de una personalidad también asocial, en la que
existe un exagerado desprecio por las normas sociales y una falta de respeto
por los demás.
La solución de este problema, como de
tantos, está en tener un sentido del ridículo que pueda ubicarse en esa
posición imprecisa a la que llamamos centro o equidistancia de los dos casos
mencionados que permita abordar experiencias sociales con solvencia. Esto sabe
a humo, pero es así de claro y de difuso. Con el tiempo y con la experiencia
acumulada vas comprobando que muchos temores son infundados y que las normas
sociales están cargadas de prejuicios, fruto de una sociedad hipócrita y
cínica, y esta convicción te libera en gran medida de parte de esa vergüenza.
Pero como decía al principio, el sentido del ridículo ponderado e inteligente
te libera de perder la poca o mucha dignidad humana que puedas haber acumulado.
Otra cosa es que ésta sea real o imaginaria.
Tampoco hay que dramatizar si en un
momento dado se hace el ridículo. ¿Quién no lo ha hecho alguna vez? ¿Por qué
interpretar aquella sonrisa como peyorativa? Desdramatizar y mirar esa
experiencia con sentido del humor es la clave....
Sé que sigues esta bitácora, aunque
nunca has dejado un comentario escrito. Alguna vez ha de ser la primera. Ánimo
Hasta primeros de septiembre. Felices
vacaciones, amigo del alma, y un fortísimo abrazo
Luis Antonio
P.D.: Calígula nombró cónsul a su caballo. Creo que nadie lo ha superado...