viernes, septiembre 27, 2019

EL PROCESO INDEPENDENTISTA EN CATALUÑA




He finalizado la lectura de este libro, al que ya hice referencia en otra entrada. Conozco personalmente al autor, Jordi Canal Morell, y me merece todo el respeto y consideración como persona y como historiador. Ha valido la pena y lo recomiendo a los interesados en profundizar en el tema que nos tiene divididos a los catalanes  y ¿sorprendidos? a los demás: el Procés.


Reproduzco textualmente la reseña de Rafael Núñez Florencio que hace del mismo. Extensa, pero muy ilustrativa.


"El proceso resulta aparentemente incomprensible y una inagotable fuente de sorpresas e incredulidad. […] A pesar de estar viviendo en un Estado de derecho, en paz y con todas las leyes en vigor, el proceso se desencadena fatalmente». ¿Estamos hablando de Cataluña y el proceso catalán? ¡No, por favor, no sean suspicaces! Jordi Canal está haciendo una breve glosa de una de las obras maestras de Franz Kafka titulada como ustedes saben ‒¡también es coincidencia!‒ El proceso. Escrita entre agosto de 1914 y enero de 1915, en un mundo que literalmente se desmoronaba –los inicios de la Gran Guerra‒, permaneció inédita hasta la muerte del autor, siendo publicada póstumamente en 1925. Todos hemos sufrido y sentido la angustia de Josef K, no tanto por lo que le pasa como por no entender cabalmente todo aquello que está pasándole. Tanto es así que la dimensión trágica de la obra queda relegada a un segundo plano por la incomprensión y la incredulidad y se convierte en un fresco tragicómico. Llega un momento en el que no podemos reprimir una risa nerviosa. Según indican algunas fuentes, las personas que asistieron a una primera lectura del texto por parte del autor se rieron bastante. No me extraña. Hasta a los acontecimientos más siniestros les exigimos una cierta lógica. Y si no, no podemos evitar reírnos.


«Los viejos consensos y puentes han sido dinamitados, y el mundo real y las verdades han desaparecido para dejar paso a otro mundo virtual y soñado y a las posverdades. Las palabras –votar, decidir, democracia‒ ya no significan lo mismo que antes. Lo racional ha perdido definitivamente la batalla frente a las emociones». ¿Seguimos hablando de Kafka o hemos recalado casi imperceptiblemente en Orwell? Ni una cosa ni otra. Estamos hablando, ahora sí, de Cataluña en el año 2016, 2017 y 2018. Un lugar de la Europa más desarrollada, una comunidad en la que rige plenamente (¿todavía?) el Estado de derecho, donde reinaba la paz y el imperio de la ley, con las más amplias libertades ciudadanas y una prosperidad envidiable hasta para los estándares occidentales. En las páginas iniciales de su obra, Jordi Canal juega con esa analogía, procés/proceso kafkiano, que desemboca en la paradoja o contraposición: conflicto visceral/orden racional. En el fondo, lo que late en esas correspondencias es una profunda inquietud –por más que vivamos en un mundo de orden, «nunca podemos saber lo que ocurrirá mañana»‒, ya convertida desgraciadamente en constatación: «Ahora sabemos que cosas que nunca creíamos que pasarían, pasan».


Hablar de Cataluña hoy día es, naturalmente, hablar del procés, un tema sobre el que ya se ha dicho casi todo, sin que la inflación de discursos, artículos, análisis y libros haya contribuido aparentemente –por lo menos, a las alturas en que escribo‒ a una canalización racional del enfrentamiento ni, por supuesto, a un acercamiento de posturas que permita dar una salida civilizada a la colisión en forma de pactos o acuerdos mínimos. Más bien sucede todo lo contrario: un enconamiento de las posiciones que hace completamente inútiles los argumentos racionales porque las posiciones están decididas de antemano. Cualquier actor en esta farsa está ya señalado antes incluso de abrir la boca o escribir una palabra. Mientras no se logre romper este círculo vicioso –y no se atisba hoy por hoy esa ruptura‒, la solución pacífica será poco menos que quimérica. Ello nos aboca a otro escenario que, en principio, nadie quiere contemplar, pero que la fuerza de los hechos puede convertir en inexorable, como ha pasado tantas veces en la historia. No ayuda en nada ejercer de agorero o ponerse catastrofista, pero no podemos cerrar los ojos. Dice Canal: «En estos momentos no conocemos, lógicamente, el desenlace. No obstante, acabe como acabe, si pensamos en los efectos que ha tenido y tendrá todavía sobre la sociedad catalana y la española en general, podemos afirmar ya, sin tapujos, que el proceso terminará mal. Muy mal» (p. 23).


Para Canal, la principal falacia interpretativa del nacionalismo catalán es su «obsesión» por leer el pasado «siempre en una clave absolutamente presentista»


Jordi Canal ‒un historiador de larga trayectoria, sobradamente conocido por sus estudios sobre el carlismo y el nacionalismo catalán‒ se ha planteado aquí no tanto una historia académica o aséptica como un ensayo interpretativo potenciado por la fuerza de su experiencia personal, es decir, su condición de espectador privilegiado de los acontecimientos. Asume por ello con naturalidad la irrupción del yo en un análisis que no por ello renuncia a la mirada objetiva: «No pienso […] que el uso de la primera persona y la presencia del yo en el relato supongan una merma de la objetividad» (p. 26). Su ensayo no aporta apenas novedades de enfoque o contenido ‒¿quién podría ser original a estas alturas sobre este tema?‒ pero, a cambio, construye un análisis tan completo, ordenado, claro y preciso de lo ya sabido que el resultado es uno de los mejores volúmenes que se ha publicado en los últimos meses sobre el nacionalismo catalán (no sólo el procés). Ha estructurado el libro en tres grandes bloques: el primero, «Tiempos de nacionalismo», trata de los orígenes y desarrollo del catalanismo a lo largo del siglo XX. Es el más histórico de todos en el sentido convencional. El segundo, «Anatomía del procés» disecciona los acontecimientos recientes, ya en el pospujolismo, cuando sus sucesores en el gobierno de la Generalitat abren la «caja de Pandora». El tercero, «Historias, símbolos y colores de la patria», se detiene en el relato nacionalista del pasado y en la construcción cultural de la catalanidad. Esto es, los grandes símbolos que la definen, desde la bandera a la Diada, pasando por canciones, fiestas, danzas, celebraciones e himnos. Cinco breves notas componen el epílogo. El lector puede colegir de esa sucinta exposición que Canal toca tantos asuntos que una mera relación de ellos haría interminable este artículo. Me limitaré, pues, a señalar aquellas cuestiones que, por un motivo u otro, me parecen más significativas para reflejar el contenido del libro.


Para Canal, la principal falacia interpretativa del nacionalismo catalán es su «obsesión» –cito textualmente‒ por leer el pasado «siempre en una clave absolutamente presentista». El historiador no puede por menos de decir «¡Protesto!» «La Generalitat de Cataluña de 2017 o de 2018 nada tiene que ver, excepto el nombre, con la institución homónima anterior a 1714. Es hija o nieta, esencialmente, de la de 1931» (pp. 34-35). Segunda gran estafa: el nacionalismo catalán presenta a Cataluña como nación y a España sólo como Estado, regateándole su condición nacional. Como ya se sabe cuál es la concepción del mundo de un nacionalista, la anterior contraposición permite distinguir «lo natural» (nación catalana) frente a la artificialidad impuesta (Estado español). Tercera tergiversación de la historia: en contra de la reinterpretación histórica actual, el catalanismo fue durante buena parte de la época contemporánea, como movimiento cultural y a veces hasta como movimiento político, absolutamente compatible con España (con la inserción de Cataluña en el conjunto español). Complementariamente, «el nacionalismo español tuvo en Cataluña, en la primera mitad del siglo XIX, una de sus principales bases» (p. 58). Recuerda, por último, Canal, en línea con los historiadores y estudiosos del nacionalismo, que todo «nacionalismo es una construcción, y la nación, una construcción de los nacionalistas». En contra de lo que pretenden ahora los nacionalistas, antes del siglo XX no existía «ninguna nación llamada Cataluña». Hubo que construirla. Y el «proceso de nacionalización se hizo contra la nación española» (pp. 63-64).


Esa fue la gran tarea de Jordi Pujol y del pujolismo (Canal tiene el pudor de no insistir en la otra actividad paralela del president, el saqueo de las arcas públicas para su beneficio familiar y el partido). Se trataba, por decirlo en términos caros a Pujol y que, por su difusión y éxito, retratan toda una forma de ejercer la política, de «fer país». En esa tarea, los aspectos educacionales y culturales devienen en prioritarios. Pero el control de la enseñanza y el férreo dominio de todos los medios de comunicación no habrían cosechado tanto éxito de no haber mediado la instauración y difusión de una neolengua absolutamente eficaz para los anhelos nacionalistas. El concepto de «normalización» es aquí fundamental. La imposición del catalán y el desplazamiento del castellano se ejecutaban con puño de hierro en guante de seda, en «beneficio de todos», por impulsos democráticos, para integrar y no segregar, etc. Canal reconoce que la izquierda teóricamente no nacionalista colaboró activamente, hasta el punto de que terminó haciendo suyo el empeño con celo digno de mejor causa. Mientras, la derecha callaba de forma vergonzante, temerosa de que toda defensa del castellano pudiera ser tachada de franquista, facha o fascista. Canal no sólo reconoce el éxito de la política pujolista, sino que con un fair play que respeto pero que no suscribo, eleva al patriarca a la condición de estadista (el único, junto con Tarradellas, dice, que ha dado la autonomía catalana).


Desde Carlton J. H. Hayes, se ha dicho muchas veces que el nacionalismo es una religión. Canal menciona y cita a Hayes no sólo para caracterizar el nacionalismo, sino para sacar las consecuencias pertinentes: el nacionalismo, como toda religión, es social, necesita ritos públicos y aspira y promete la salvación de la comunidad elegida. Como buena parte de los movimientos religiosos, es sumamente sectario, absolutamente intolerante con otras creencias y con toda crítica que cuestione sus objetivos y métodos. Desde el punto de vista individual o psicológico, el nacionalismo no atañe sólo a la voluntad, sino que implica al intelecto, la imaginación y las emociones. En términos más concretos, el procés supone para mucha gente un modo de vida y, sobre todo, algo que da sentido a sus vidas. Por eso, tanto a escala individual como colectiva, son imprescindibles «inmensas performances, imponentes actos litúrgicos o procesiones monstruo y desbordantes». La crisis del comienzo del milenio, con «una inusual coincidencia de elementos» (políticos, económicos, sociales y culturales) perfilará «el escenario de fondo del proceso independentista»: la tormenta perfecta. No me detendré en los nombres propios y avatares concretos, suficientemente conocidos y que, en cualquier caso, forman parte básicamente de la crónica periodística. Sí destacaré, en cambio, algunos elementos del análisis de fondo del movimiento independentista.


La profunda nacionalización a la que ha sido sometida la sociedad catalana en diversas etapas desde 1980 (¡casi cuatro décadas: como el período franquista!) ha dado como su resultado más tangible que el independentismo, minoritario en el catalanismo a lo largo de todo el siglo XX, se haya convertido en hegemónico. Dice Canal que «por encima de todo, me parece fundamental tener en cuenta que los jóvenes catalanes […] han sido educados en la escuela autonomista». Suele entenderse mal este análisis y propicia que siempre salga alguien subrayando los límites del adoctrinamiento, como nos pasó a quienes sufrimos en tiempos de la dictadura la Formación del Espíritu Nacional, que tan escasamente caló en nuestras conciencias, si es que no produjo un efecto opuesto. Canal subraya que no está hablando «exactamente de adoctrinamiento, aunque algo haya de ello, sino de integración activa en un universo hipernacionalizado que se cuela en los libros de texto, en las actividades lectivas y en los juegos». Se conforma un nacionalismo cotidiano, alimentado con elementos tan triviales como efectivos: «pancartas, carteles, lazos, pintadas o trabajos manuales», todo un universo machaconamente nacionalista y nacionalizador fuera del cual no hay vida posible.


A todo ello hay que añadir el papel que desempeñan los medios de comunicación, asunto sobre el que no me voy a extender por ser suficientemente conocido. La degradación –no sólo política, sino incluso moral, con el enaltecimiento del terrorismo‒ de TV3 y Catalunya Ràdio, por citar referencias incuestionables, no ha constituido hasta el momento razón suficiente para que se les llame, como mínimo, al respeto del orden constitucional, ya que no a la pluralidad de informaciones y contenidos. La vida cotidiana de cientos de miles de catalanes transcurre en un espacio en el que el nacionalismo es tan «natural» como el aire que se respira. «Uno de los grandes éxitos» de este proceso, enfatiza Canal, es «la aceptación como evidentes, por parte de numerosos catalanes, de cosas que distan mucho de serlo». Análisis, argumentos o simples creencias convertidas en eslóganes dogmáticos: el famoso «España nos roba», pero también «la culpa es de Madrid», «Cataluña es más moderna», «España no nos quiere», «derecho a decidir», «democracia es votar» y muchas otras del mismo estilo (p. 222). Las redes sociales han posibilitado un campo amplísimo para señalar al discrepante de esas verdades establecidas: desde la descalificación a la denuncia, pasando, naturalmente, por el insulto y la intimidación.


Cuando Canal escribe su análisis (finales de 2017 y comienzos del presente año), aún puede decir que «la famosa no violencia del proceso catalán es cierta solamente a medias». Detecta «poca violencia física, pero muchísima simbólica o moral». Denuncia que las ocupaciones de los espacios públicos no han sido precisamente amables, que existen vetos y listas negras, que los piquetes no se andan con remilgos. Como resultado de esas presiones se ha instalado el miedo en una parte de la sociedad catalana (adivinen cuál). Para una parte importante de la población, es vital no significarse para no perder el trabajo, o para que sus vecinos no les humillen, o para que sus hijos no sean marginados en las escuelas. Tienen que callar o disimular y, aun así, no suele ser suficiente, porque el fanatismo mal tolera a los tibios o discretos. Canal escribe en unos momentos en los que estas tendencias están ya arraigadas pero se mantienen en un tono relativamente contenido para no deslucir la propaganda idílica de un proceso democrático, pacífico, ejemplar. Sin embargo, a estas alturas ya puede establecerse ‒desgraciadamente con un escaso margen de error‒ que el proceso de batasunización de la política y la sociedad catalanas es imparable. Las consecuencias son imprevisibles, pero siempre serán nefastas. A este respecto, se echa en falta que partidos e instituciones se pronuncien con claridad y determinación. Pues no se subraya que la capacidad de resistencia de los constitucionalistas es, por fuerza, limitada, aunque sólo sea por razones temporales. Si ya es imposible exigirle a un ciudadano que se comporte como un héroe, más inviable aún es pedirle que lo sea a tiempo completo, de manera indefinida y arrastrando al peligro a su familia. Para el ciudadano común, para la vida cotidiana, no se activan los mecanismos más elementales del Estado de derecho, los que permiten vivir en paz, libertad y seguridad. De seguir así, la contienda estará inexorablemente perdida. Será únicamente cuestión de tiempo. Y ellos lo saben.


El tercer bloque del libro es una disección magistral de la reescritura nacionalista de la historia, la reelaboración sectaria de las tradiciones y el uso partidista de todo tipo de símbolos culturales para componer una sostenida «apelación a las emociones» que genere un universo nacional de «identidad, pertenencia y cohesión» de «los propios» (catalanes) frente a «los otros» (españoles), caracterizados en el mejor de los casos por su incomprensión y, más habitualmente, por su hostilidad. Como dije en el caso de los acontecimientos políticos concretos, tampoco puedo detenerme en este ámbito, que requeriría un amplio apartado expositivo. Y para quienes echen de menos una crítica de los mecanismos que ha puesto en marcha el gobierno de la nación y el Estado de derecho para responder a este desafío que algunos llaman «golpe de Estado posmoderno», les recuerdo que el libro de Jordi Canal se centra en el nacionalismo catalán y el proceso independentista, no en lo que en algunos hemos diagnosticado como crisis del régimen constitucional de 1978.


La perspectiva de un independentismo que se ha echado al monte no proporciona precisamente una perspectiva tranquilizadora.


Aun así, es inevitable que el libro termine con unas consideraciones que no afectan tan solo a uno de los contendientes, el nacionalismo catalán, sino que se amplían al marco español. Haré en este punto una confesión personal que me ha supuesto en los últimos meses muchas desavenencias con amigos, colegas y contertulios en general: frente al mayoritario «lo peor ha pasado» –en referencia a la crisis de octubre de 2017‒, siempre he sostenido que ello sería, en todo caso, cierto si preferimos el diagnóstico de un cáncer avanzado y con metástasis a un infarto agudo de miocardio. Es verdad que con el infarto –la declaración unilateral de independencia‒ se nos va el paciente, pero no es menos cierto que la perspectiva de un independentismo que se ha echado al monte no proporciona precisamente una perspectiva tranquilizadora. Magra satisfacción me produce también por ello que el autor coincida con mi apreciación personal: tras las elecciones del 21-D, escribe, «muchas cosas han seguido igual o incluso han empeorado en Cataluña» (p. 377). Cita Canal todo el catálogo de desafíos independentistas, alude a la vulneración de la legalidad vigente (añado que poco menos que impune en muchos ámbitos, como el orden público) y destaca, en especial, el esfuerzo que ya a estas alturas puede darse por conseguido (¡una victoria más!) de internacionalizar el conflicto. Sostuve, por mi parte, desde el principio que dicha internacionalización –ante la que el Estado no impulsó, por decirlo suavemente, todos los mecanismos que estaban a su disposición‒ era a largo plazo, junto con la judicialización de la política, uno de los mayores peligros de esta crisis. Creo que, a estas alturas, ya nadie puede ponerlo en duda. Con todo ello el independentismo va extendiendo su relato, como ahora se dice, allende las fronteras, a la par que siembra un victimismo siempre rentable en última instancia. Mientras, mantiene o intensifica el control del espacio público (¿dónde quedó la primavera constitucionalista?), alardea de su hegemonía en el ámbito educativo y reta al Estado desde el dominio absoluto de los grandes medios (televisión, radio y prensa). ¡Y todo ello con el artículo 155 de la Constitución activado! ¿Para qué ha servido?


Suele usarse con frecuencia el término aceleración para caracterizar la marcha de los acontecimientos en este mundo que vivimos y, muy en especial, para singularizar la dinámica política. Casi convertido en tópico, este planteamiento del ritmo vertiginoso de la vida pública es difícilmente cuestionable ante situaciones como las aquí descritas. Cuando habíamos aceptado, por la fuerza de los hechos, que en cuestión de semanas las cosas podían mutar hasta extremos a priori difícilmente concebibles, hete aquí que la susodicha aceleración nos arroja a un panorama de cambios progresivamente más bruscos y radicales. Unas transformaciones que, como todo el mundo sabe, no han dejado títere con cabeza o, por decirlo en términos más concretos, han afectados a los tres niveles posibles del conflicto: primero, al propio campo del independentismo, con un reordenamiento de líderes como consecuencia de las actuaciones judiciales; segundo, a las relaciones entre la Comunidad Autónoma y el Gobierno de la nación, con la constitución de un nuevo Govern y el levantamiento del artículo 155; y, en tercer lugar, la caída del gabinete de Mariano Rajoy y su sustitución –mediante moción de censura‒ por una alternativa de heterogénea composición, en la que no cabe ignorar el peso de los partidos independentistas. Sea como fuere la ulterior evolución de los acontecimientos, el conflicto dista mucho de presentar un cariz tranquilizador o meramente encarrilado.


Canal escribe cuando la opinión pública no sabía nada aún de Quim Torra y de su ideario (?) político, pero eso a la larga resulta casi irrelevante. Pues su análisis sigue teniendo la misma vigencia ahora que hace seis meses: «La aventura independentista ha llegado tan lejos como consecuencia de los silencios, la infravaloración o la incredulidad de aquellos que podían haber reaccionado mucho antes, desde el Gobierno de Mariano Rajoy a la Unión Europea, pasando por las oposiciones, los intelectuales o los empresarios». Y añade un matiz esencial desde mi punto de vista: «Los proyectos alternativos mínimamente convincentes e ilusionantes han brillado por su ausencia». En efecto: «¡Es la política, estúpidos!», es la política lo que ha fallado o, mejor dicho, lo que ha faltado clamorosamente. Y así nos va. Y así están las cosas, en ese impasse kafkiano en el que nadie atisba solución alguna, pues el presente no puede ser más inestable, ya no podemos volver al pasado y el futuro se adivina tenebroso. En los compases finales de su magnífica obra, Canal vuelve a remitirse a Kafka y al señor K, cuando dice que «lo único que puedo hacer es mantener el sentido común hasta el final». El autor se agarra a ese clavo ardiendo y califica ese llamamiento al sentido común de «programa auténticamente revolucionario» en estos tiempos. No quiero ponerlo en duda, pero no deja de ser una apelación retórica. Y el hecho de que el mero sentido común sea inviable nos muestra el punto al que hemos llegado. Patético. Kafka en Cataluña, ciertamente".


Rafael Núñez Florencio es Doctor en Historia y profesor de Filosofía. Sus últimos libros son Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Madrid, Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo: del 98 al desencanto (Madrid, Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Madrid, Marcial Pons, 2014).







12 comentarios:

  1. Manipulan los medios, las aulas y los libros de texto.
    Hay una brecha social y de convivencia que costará mucho tiempo y un esfuerzo ingente de buena voluntad para remediarlo.
    Abrazos

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    1. División de la sociedad, cierto, pero quiero pensar que es posible la convivencia.

      Un abrazo, Francesc

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  2. Esta manipulación grosera del pasado y del presente es incuestionable, como también lo es la cerrazón y uso del conflicto por parte de la derecha española. Ahora bien, ¿cómo salir del laberinto?

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    1. Costará salir del laberinto, pero habrá que intentarlo

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  3. Qué interesante el texto, a la vez qué patético cuanto acontece "kafkianamente". Yo siempre he creído que el asunto acabaría mal, no falta mucho. Incluso estos coletazos recientes de unos aprendices de brujo (¿o no tan aprendices?) de un conato sui generis de lucha armada recuerdan el largo episodio vasquista que tanto daño causó a la sociedad española y, por descontado, a la vasca. ¿Es eso lo que quieren los Torra y cía, ese sector fanático de iluminados irredentos que no son la mayoría en Cataluña? Me preocupa el tema no solo -o tanto- por los catalanes por su repercusión en toda España. Claro que a ellos les importamos un pito los ciudadanos españoles, a los que nos engloban cínica y cruelmente simplemente como Estado. Han abandonado la trayectoria ética y política para fomentar la religiosa, la creencia en lo imposible que persiguen y de lo que hacen acto de fe. ¿A sangre y fuego?

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    1. No hay que identificar a minorías radicales con el conjunto de la sociedad catalana, aunque esta se halla ciertamente dividida.

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  4. Han copado las instituciones; han logrado hacerse con las fiestas tradicionales; se han apropiado de los símbolos; Se han adueñado de la lengua como patrimonio propio; han potenciado las redes mediáticas; han impuesto su ley y han vilipendiado lo que les incomoda señalándolo al nombre de "feixiste".
    Brutus no lo hubiera hecho mejor.
    Salut

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    1. Tienes razón, pero quiero pensar que la mayor parte de la sociedad no participa en este "juego". Peligroso, por cierto.

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  5. Anónimo4:02 p. m.

    El padre del mosso d’esquadra asesinado por ETA en Roses en el 2011, Santos Santamaría, ha dicho algo digno de reflexión: “En sus declaraciones en la Audiencia Nacional han argumentado que ellos no eran terroristas y que con aquellos explosivos sólo querían hacer ruido para llamar la atención. Aviso: este argumento ya lo había oído. Fueron exactamente las mismas palabras que utilizó en la misma Audiencia Nacional el comando etarra que con 60 kilos de explosivos y metralla asesinó a mi hijo”.

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    1. Conozco ese trágico episodio. Esperemos que no haya más coincidencias con el mismo.

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  6. LUISANTONIO , anoche comencé a leer un libro editado por Fundacio Cataluña Estat , escrito por Jaume Vallcorba con el Prologo del Dr Moises Broggi con el titulo El País que Tenemos , en el mismo volumen esta escrito en español y en catalán , lo hago por la insistencia de un conocido catalán y catalanista extremo con el que tengo algo de relación deportiva , no se si seré capaz de terminarlo , ya te contare . Un SALUDO

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    1. Espero con mucho interés tus noticias sobre esa lectura. Hay que documentarse para tener criterio.

      Saludos

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