EL PROCESO INDEPENDENTISTA EN CATALUÑA
He finalizado la lectura de este libro, al que ya hice referencia en otra entrada. Conozco personalmente al autor, Jordi Canal Morell, y me merece todo el respeto y consideración como persona y como historiador. Ha valido la pena y lo recomiendo a los interesados en profundizar en el tema que nos tiene divididos a los catalanes y ¿sorprendidos? a los demás: el Procés.
Reproduzco textualmente la reseña de Rafael Núñez Florencio que hace del mismo. Extensa, pero muy ilustrativa.
"El proceso resulta aparentemente incomprensible y una
inagotable fuente de sorpresas e incredulidad. […] A pesar de estar viviendo en
un Estado de derecho, en paz y con todas las leyes en vigor, el proceso se
desencadena fatalmente». ¿Estamos hablando de Cataluña y el proceso catalán?
¡No, por favor, no sean suspicaces! Jordi Canal está haciendo una breve glosa
de una de las obras maestras de Franz Kafka titulada como ustedes saben
‒¡también es coincidencia!‒ El proceso. Escrita entre agosto de 1914 y
enero de 1915, en un mundo que literalmente se desmoronaba –los inicios de la
Gran Guerra‒, permaneció inédita hasta la muerte del autor, siendo publicada
póstumamente en 1925. Todos hemos sufrido y sentido la angustia de Josef K, no
tanto por lo que le pasa como por no entender cabalmente todo aquello que está
pasándole. Tanto es así que la dimensión trágica de la obra queda relegada a un
segundo plano por la incomprensión y la incredulidad y se convierte en un
fresco tragicómico. Llega un momento en el que no podemos reprimir una risa
nerviosa. Según indican algunas fuentes, las personas que asistieron a una
primera lectura del texto por parte del autor se rieron bastante. No me
extraña. Hasta a los acontecimientos más siniestros les exigimos una cierta
lógica. Y si no, no podemos evitar reírnos.
«Los viejos consensos y puentes han sido dinamitados, y el
mundo real y las verdades han desaparecido para dejar paso a otro mundo virtual
y soñado y a las posverdades. Las palabras –votar, decidir, democracia‒ ya no
significan lo mismo que antes. Lo racional ha perdido definitivamente la batalla
frente a las emociones». ¿Seguimos hablando de Kafka o hemos recalado casi
imperceptiblemente en Orwell? Ni una cosa ni otra. Estamos hablando, ahora sí,
de Cataluña en el año 2016, 2017 y 2018. Un lugar de la Europa más
desarrollada, una comunidad en la que rige plenamente (¿todavía?) el Estado de
derecho, donde reinaba la paz y el imperio de la ley, con las más amplias
libertades ciudadanas y una prosperidad envidiable hasta para los estándares
occidentales. En las páginas iniciales de su obra, Jordi Canal juega con esa
analogía, procés/proceso kafkiano, que desemboca en la paradoja o
contraposición: conflicto visceral/orden racional. En el fondo, lo que late en
esas correspondencias es una profunda inquietud –por más que vivamos en un
mundo de orden, «nunca podemos saber lo que ocurrirá mañana»‒, ya convertida
desgraciadamente en constatación: «Ahora sabemos que cosas que nunca creíamos
que pasarían, pasan».
Hablar de Cataluña hoy día es, naturalmente, hablar
del procés, un tema sobre el que ya se ha dicho casi todo, sin que la
inflación de discursos, artículos, análisis y libros haya contribuido
aparentemente –por lo menos, a las alturas en que escribo‒ a una canalización
racional del enfrentamiento ni, por supuesto, a un acercamiento de posturas que
permita dar una salida civilizada a la colisión en forma de pactos o acuerdos
mínimos. Más bien sucede todo lo contrario: un enconamiento de las posiciones
que hace completamente inútiles los argumentos racionales porque las posiciones
están decididas de antemano. Cualquier actor en esta farsa está ya señalado
antes incluso de abrir la boca o escribir una palabra. Mientras no se logre
romper este círculo vicioso –y no se atisba hoy por hoy esa ruptura‒, la
solución pacífica será poco menos que quimérica. Ello nos aboca a otro
escenario que, en principio, nadie quiere contemplar, pero que la fuerza de los
hechos puede convertir en inexorable, como ha pasado tantas veces en la
historia. No ayuda en nada ejercer de agorero o ponerse catastrofista, pero no
podemos cerrar los ojos. Dice Canal: «En estos momentos no conocemos,
lógicamente, el desenlace. No obstante, acabe como acabe, si pensamos en los
efectos que ha tenido y tendrá todavía sobre la sociedad catalana y la española
en general, podemos afirmar ya, sin tapujos, que el proceso terminará mal. Muy
mal» (p. 23).
Para Canal, la principal falacia interpretativa del
nacionalismo catalán es su «obsesión» por leer el pasado «siempre en una clave
absolutamente presentista»
Jordi Canal ‒un historiador de larga trayectoria,
sobradamente conocido por sus estudios sobre el carlismo y el nacionalismo
catalán‒ se ha planteado aquí no tanto una historia académica o aséptica como
un ensayo interpretativo potenciado por la fuerza de su experiencia personal,
es decir, su condición de espectador privilegiado de los acontecimientos. Asume
por ello con naturalidad la irrupción del yo en un análisis que no por ello
renuncia a la mirada objetiva: «No pienso […] que el uso de la primera persona
y la presencia del yo en el relato supongan una merma de la objetividad» (p.
26). Su ensayo no aporta apenas novedades de enfoque o contenido ‒¿quién podría
ser original a estas alturas sobre este tema?‒ pero, a cambio, construye un
análisis tan completo, ordenado, claro y preciso de lo ya sabido que el
resultado es uno de los mejores volúmenes que se ha publicado en los últimos
meses sobre el nacionalismo catalán (no sólo el procés). Ha estructurado
el libro en tres grandes bloques: el primero, «Tiempos de nacionalismo», trata
de los orígenes y desarrollo del catalanismo a lo largo del siglo XX. Es el más
histórico de todos en el sentido convencional. El segundo, «Anatomía
del procés» disecciona los acontecimientos recientes, ya en el
pospujolismo, cuando sus sucesores en el gobierno de la Generalitat abren la
«caja de Pandora». El tercero, «Historias, símbolos y colores de la patria», se
detiene en el relato nacionalista del pasado y en la construcción cultural de
la catalanidad. Esto es, los grandes símbolos que la definen, desde la bandera a
la Diada, pasando por canciones, fiestas, danzas, celebraciones e himnos. Cinco
breves notas componen el epílogo. El lector puede colegir de esa sucinta
exposición que Canal toca tantos asuntos que una mera relación de ellos haría
interminable este artículo. Me limitaré, pues, a señalar aquellas cuestiones
que, por un motivo u otro, me parecen más significativas para reflejar el
contenido del libro.
Para Canal, la principal falacia interpretativa del
nacionalismo catalán es su «obsesión» –cito textualmente‒ por leer el pasado
«siempre en una clave absolutamente presentista». El historiador no puede por
menos de decir «¡Protesto!» «La Generalitat de Cataluña de 2017 o de 2018 nada
tiene que ver, excepto el nombre, con la institución homónima anterior a 1714.
Es hija o nieta, esencialmente, de la de 1931» (pp. 34-35). Segunda gran
estafa: el nacionalismo catalán presenta a Cataluña como nación y a España sólo
como Estado, regateándole su condición nacional. Como ya se sabe cuál es la
concepción del mundo de un nacionalista, la anterior contraposición permite
distinguir «lo natural» (nación catalana) frente a la artificialidad impuesta
(Estado español). Tercera tergiversación de la historia: en contra de la
reinterpretación histórica actual, el catalanismo fue durante buena parte de la
época contemporánea, como movimiento cultural y a veces hasta como movimiento
político, absolutamente compatible con España (con la inserción de Cataluña en
el conjunto español). Complementariamente, «el nacionalismo español tuvo en
Cataluña, en la primera mitad del siglo XIX, una de sus principales bases» (p.
58). Recuerda, por último, Canal, en línea con los historiadores y estudiosos
del nacionalismo, que todo «nacionalismo es una construcción, y la nación, una
construcción de los nacionalistas». En contra de lo que pretenden ahora los
nacionalistas, antes del siglo XX no existía «ninguna nación llamada Cataluña».
Hubo que construirla. Y el «proceso de nacionalización se hizo contra la nación
española» (pp. 63-64).
Esa fue la gran tarea de Jordi Pujol y del pujolismo (Canal
tiene el pudor de no insistir en la otra actividad paralela del president,
el saqueo de las arcas públicas para su beneficio familiar y el partido). Se
trataba, por decirlo en términos caros a Pujol y que, por su difusión y éxito,
retratan toda una forma de ejercer la política, de «fer país». En esa tarea,
los aspectos educacionales y culturales devienen en prioritarios. Pero el
control de la enseñanza y el férreo dominio de todos los medios de comunicación
no habrían cosechado tanto éxito de no haber mediado la instauración y difusión
de una neolengua absolutamente eficaz para los anhelos nacionalistas. El
concepto de «normalización» es aquí fundamental. La imposición del catalán y el
desplazamiento del castellano se ejecutaban con puño de hierro en guante de
seda, en «beneficio de todos», por impulsos democráticos, para integrar y no
segregar, etc. Canal reconoce que la izquierda teóricamente no nacionalista
colaboró activamente, hasta el punto de que terminó haciendo suyo el empeño con
celo digno de mejor causa. Mientras, la derecha callaba de forma vergonzante,
temerosa de que toda defensa del castellano pudiera ser tachada de franquista,
facha o fascista. Canal no sólo reconoce el éxito de la política pujolista,
sino que con un fair play que respeto pero que no suscribo, eleva al
patriarca a la condición de estadista (el único, junto con Tarradellas, dice,
que ha dado la autonomía catalana).
Desde Carlton J. H. Hayes, se ha dicho muchas veces que el
nacionalismo es una religión. Canal menciona y cita a Hayes no sólo para
caracterizar el nacionalismo, sino para sacar las consecuencias pertinentes: el
nacionalismo, como toda religión, es social, necesita ritos públicos y aspira y
promete la salvación de la comunidad elegida. Como buena parte de los
movimientos religiosos, es sumamente sectario, absolutamente intolerante con
otras creencias y con toda crítica que cuestione sus objetivos y métodos. Desde
el punto de vista individual o psicológico, el nacionalismo no atañe sólo a la
voluntad, sino que implica al intelecto, la imaginación y las emociones. En
términos más concretos, el procés supone para mucha gente un modo de
vida y, sobre todo, algo que da sentido a sus vidas. Por eso, tanto a escala
individual como colectiva, son imprescindibles «inmensas performances,
imponentes actos litúrgicos o procesiones monstruo y desbordantes». La crisis
del comienzo del milenio, con «una inusual coincidencia de elementos»
(políticos, económicos, sociales y culturales) perfilará «el escenario de fondo
del proceso independentista»: la tormenta perfecta. No me detendré en los
nombres propios y avatares concretos, suficientemente conocidos y que, en
cualquier caso, forman parte básicamente de la crónica periodística. Sí
destacaré, en cambio, algunos elementos del análisis de fondo del movimiento
independentista.
La profunda nacionalización a la que ha sido sometida la
sociedad catalana en diversas etapas desde 1980 (¡casi cuatro décadas: como el
período franquista!) ha dado como su resultado más tangible que el
independentismo, minoritario en el catalanismo a lo largo de todo el siglo XX,
se haya convertido en hegemónico. Dice Canal que «por encima de todo, me parece
fundamental tener en cuenta que los jóvenes catalanes […] han sido educados en
la escuela autonomista». Suele entenderse mal este análisis y propicia que
siempre salga alguien subrayando los límites del adoctrinamiento, como nos pasó
a quienes sufrimos en tiempos de la dictadura la Formación del Espíritu
Nacional, que tan escasamente caló en nuestras conciencias, si es que no
produjo un efecto opuesto. Canal subraya que no está hablando «exactamente de
adoctrinamiento, aunque algo haya de ello, sino de integración activa en un
universo hipernacionalizado que se cuela en los libros de texto, en las
actividades lectivas y en los juegos». Se conforma un nacionalismo cotidiano,
alimentado con elementos tan triviales como efectivos: «pancartas, carteles,
lazos, pintadas o trabajos manuales», todo un universo machaconamente nacionalista
y nacionalizador fuera del cual no hay vida posible.
A todo ello hay que añadir el papel que desempeñan los
medios de comunicación, asunto sobre el que no me voy a extender por ser
suficientemente conocido. La degradación –no sólo política, sino incluso moral,
con el enaltecimiento del terrorismo‒ de TV3 y Catalunya Ràdio, por citar
referencias incuestionables, no ha constituido hasta el momento razón
suficiente para que se les llame, como mínimo, al respeto del orden
constitucional, ya que no a la pluralidad de informaciones y contenidos. La
vida cotidiana de cientos de miles de catalanes transcurre en un espacio en el
que el nacionalismo es tan «natural» como el aire que se respira. «Uno de los
grandes éxitos» de este proceso, enfatiza Canal, es «la aceptación como
evidentes, por parte de numerosos catalanes, de cosas que distan mucho de
serlo». Análisis, argumentos o simples creencias convertidas en eslóganes
dogmáticos: el famoso «España nos roba», pero también «la culpa es de Madrid»,
«Cataluña es más moderna», «España no nos quiere», «derecho a decidir»,
«democracia es votar» y muchas otras del mismo estilo (p. 222). Las redes
sociales han posibilitado un campo amplísimo para señalar al
discrepante de esas verdades establecidas: desde la descalificación a la
denuncia, pasando, naturalmente, por el insulto y la intimidación.
Cuando Canal escribe su análisis (finales de 2017 y
comienzos del presente año), aún puede decir que «la famosa no violencia del
proceso catalán es cierta solamente a medias». Detecta «poca violencia física,
pero muchísima simbólica o moral». Denuncia que las ocupaciones de los espacios
públicos no han sido precisamente amables, que existen vetos y listas negras,
que los piquetes no se andan con remilgos. Como resultado de esas presiones se
ha instalado el miedo en una parte de la sociedad catalana (adivinen cuál).
Para una parte importante de la población, es vital no significarse para no
perder el trabajo, o para que sus vecinos no les humillen, o para que sus hijos
no sean marginados en las escuelas. Tienen que callar o disimular y, aun así,
no suele ser suficiente, porque el fanatismo mal tolera a los tibios o
discretos. Canal escribe en unos momentos en los que estas tendencias están ya
arraigadas pero se mantienen en un tono relativamente contenido para no
deslucir la propaganda idílica de un proceso democrático, pacífico, ejemplar.
Sin embargo, a estas alturas ya puede establecerse ‒desgraciadamente con un
escaso margen de error‒ que el proceso de batasunización de la política
y la sociedad catalanas es imparable. Las consecuencias son imprevisibles, pero
siempre serán nefastas. A este respecto, se echa en falta que partidos e
instituciones se pronuncien con claridad y determinación. Pues no se subraya
que la capacidad de resistencia de los constitucionalistas es, por fuerza,
limitada, aunque sólo sea por razones temporales. Si ya es imposible exigirle a
un ciudadano que se comporte como un héroe, más inviable aún es pedirle que lo
sea a tiempo completo, de manera indefinida y arrastrando al peligro a su
familia. Para el ciudadano común, para la vida cotidiana, no se activan los
mecanismos más elementales del Estado de derecho, los que permiten vivir en
paz, libertad y seguridad. De seguir así, la contienda estará inexorablemente
perdida. Será únicamente cuestión de tiempo. Y ellos lo saben.
El tercer bloque del libro es una disección magistral de la
reescritura nacionalista de la historia, la reelaboración sectaria de las
tradiciones y el uso partidista de todo tipo de símbolos culturales para
componer una sostenida «apelación a las emociones» que genere un universo
nacional de «identidad, pertenencia y cohesión» de «los propios» (catalanes)
frente a «los otros» (españoles), caracterizados en el mejor de los casos por
su incomprensión y, más habitualmente, por su hostilidad. Como dije en el caso
de los acontecimientos políticos concretos, tampoco puedo detenerme en este
ámbito, que requeriría un amplio apartado expositivo. Y para quienes echen de
menos una crítica de los mecanismos que ha puesto en marcha el gobierno de la
nación y el Estado de derecho para responder a este desafío que algunos llaman
«golpe de Estado posmoderno», les recuerdo que el libro de Jordi Canal se
centra en el nacionalismo catalán y el proceso independentista, no en lo que en
algunos hemos diagnosticado como crisis del régimen constitucional de
1978.
La perspectiva de un independentismo que se ha echado al
monte no proporciona precisamente una perspectiva tranquilizadora.
Aun así, es inevitable que el libro termine con unas
consideraciones que no afectan tan solo a uno de los contendientes, el
nacionalismo catalán, sino que se amplían al marco español. Haré en este punto
una confesión personal que me ha supuesto en los últimos meses muchas
desavenencias con amigos, colegas y contertulios en general: frente al
mayoritario «lo peor ha pasado» –en referencia a la crisis de octubre de 2017‒,
siempre he sostenido que ello sería, en todo caso, cierto si preferimos el
diagnóstico de un cáncer avanzado y con metástasis a un infarto agudo de
miocardio. Es verdad que con el infarto –la declaración unilateral de
independencia‒ se nos va el paciente, pero no es menos cierto que la
perspectiva de un independentismo que se ha echado al monte no proporciona
precisamente una perspectiva tranquilizadora. Magra satisfacción me produce
también por ello que el autor coincida con mi apreciación personal: tras las
elecciones del 21-D, escribe, «muchas cosas han seguido igual o incluso han
empeorado en Cataluña» (p. 377). Cita Canal todo el catálogo de desafíos
independentistas, alude a la vulneración de la legalidad vigente (añado que
poco menos que impune en muchos ámbitos, como el orden público) y destaca, en
especial, el esfuerzo que ya a estas alturas puede darse por conseguido (¡una
victoria más!) de internacionalizar el conflicto. Sostuve, por mi parte, desde
el principio que dicha internacionalización –ante la que el Estado no impulsó,
por decirlo suavemente, todos los mecanismos que estaban a su disposición‒ era
a largo plazo, junto con la judicialización de la política, uno de los mayores
peligros de esta crisis. Creo que, a estas alturas, ya nadie puede ponerlo en
duda. Con todo ello el independentismo va extendiendo su relato, como
ahora se dice, allende las fronteras, a la par que siembra un victimismo
siempre rentable en última instancia. Mientras, mantiene o intensifica el
control del espacio público (¿dónde quedó la primavera constitucionalista?), alardea de su hegemonía en el
ámbito educativo y reta al Estado desde el dominio absoluto de los grandes
medios (televisión, radio y prensa). ¡Y todo ello con el artículo 155 de la
Constitución activado! ¿Para qué ha servido?
Suele usarse con frecuencia el
término aceleración para caracterizar la marcha de los
acontecimientos en este mundo que vivimos y, muy en especial, para singularizar
la dinámica política. Casi convertido en tópico, este planteamiento del ritmo
vertiginoso de la vida pública es difícilmente cuestionable ante situaciones
como las aquí descritas. Cuando habíamos aceptado, por la fuerza de los hechos,
que en cuestión de semanas las cosas podían mutar hasta extremos a priori
difícilmente concebibles, hete aquí que la susodicha aceleración nos arroja a
un panorama de cambios progresivamente más bruscos y radicales. Unas
transformaciones que, como todo el mundo sabe, no han dejado títere con cabeza
o, por decirlo en términos más concretos, han afectados a los tres niveles
posibles del conflicto: primero, al propio campo del independentismo, con un
reordenamiento de líderes como consecuencia de las actuaciones judiciales;
segundo, a las relaciones entre la Comunidad Autónoma y el Gobierno de la
nación, con la constitución de un nuevo Govern y el levantamiento del artículo
155; y, en tercer lugar, la caída del gabinete de Mariano Rajoy y su
sustitución –mediante moción de censura‒ por una alternativa de heterogénea
composición, en la que no cabe ignorar el peso de los partidos
independentistas. Sea como fuere la ulterior evolución de los acontecimientos,
el conflicto dista mucho de presentar un cariz tranquilizador o meramente
encarrilado.
Canal escribe cuando la opinión pública no sabía nada aún de
Quim Torra y de su ideario (?) político, pero eso a la larga resulta casi
irrelevante. Pues su análisis sigue teniendo la misma vigencia ahora que hace
seis meses: «La aventura independentista ha llegado tan lejos como consecuencia
de los silencios, la infravaloración o la incredulidad de aquellos que podían
haber reaccionado mucho antes, desde el Gobierno de Mariano Rajoy a la Unión
Europea, pasando por las oposiciones, los intelectuales o los empresarios». Y
añade un matiz esencial desde mi punto de vista: «Los proyectos alternativos
mínimamente convincentes e ilusionantes han brillado por su ausencia». En
efecto: «¡Es la política, estúpidos!», es la política lo que ha fallado o,
mejor dicho, lo que ha faltado clamorosamente. Y así nos va. Y así están las
cosas, en ese impasse kafkiano en el que nadie atisba solución
alguna, pues el presente no puede ser más inestable, ya no podemos volver al
pasado y el futuro se adivina tenebroso. En los compases finales de su
magnífica obra, Canal vuelve a remitirse a Kafka y al señor K, cuando dice que
«lo único que puedo hacer es mantener el sentido común hasta el final». El
autor se agarra a ese clavo ardiendo y califica ese llamamiento al sentido
común de «programa auténticamente revolucionario» en estos tiempos. No quiero
ponerlo en duda, pero no deja de ser una apelación retórica. Y el hecho de que
el mero sentido común sea inviable nos muestra el punto al que hemos llegado.
Patético. Kafka en Cataluña, ciertamente".
Rafael Núñez Florencio es Doctor en Historia y profesor
de Filosofía. Sus últimos libros son Hollada piel de toro. Del sentimiento
de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Madrid, Parques
Nacionales, 2004), El peso del pesimismo: del 98 al
desencanto (Madrid, Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena
Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Madrid,
Marcial Pons, 2014).
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De ANGIE para LUIS ANTONIO
"Haikuquero es
el beso que se entrega
cuando hay querer".
Manipulan los medios, las aulas y los libros de texto.
ResponderEliminarHay una brecha social y de convivencia que costará mucho tiempo y un esfuerzo ingente de buena voluntad para remediarlo.
Abrazos
División de la sociedad, cierto, pero quiero pensar que es posible la convivencia.
EliminarUn abrazo, Francesc
Esta manipulación grosera del pasado y del presente es incuestionable, como también lo es la cerrazón y uso del conflicto por parte de la derecha española. Ahora bien, ¿cómo salir del laberinto?
ResponderEliminarCostará salir del laberinto, pero habrá que intentarlo
EliminarQué interesante el texto, a la vez qué patético cuanto acontece "kafkianamente". Yo siempre he creído que el asunto acabaría mal, no falta mucho. Incluso estos coletazos recientes de unos aprendices de brujo (¿o no tan aprendices?) de un conato sui generis de lucha armada recuerdan el largo episodio vasquista que tanto daño causó a la sociedad española y, por descontado, a la vasca. ¿Es eso lo que quieren los Torra y cía, ese sector fanático de iluminados irredentos que no son la mayoría en Cataluña? Me preocupa el tema no solo -o tanto- por los catalanes por su repercusión en toda España. Claro que a ellos les importamos un pito los ciudadanos españoles, a los que nos engloban cínica y cruelmente simplemente como Estado. Han abandonado la trayectoria ética y política para fomentar la religiosa, la creencia en lo imposible que persiguen y de lo que hacen acto de fe. ¿A sangre y fuego?
ResponderEliminarNo hay que identificar a minorías radicales con el conjunto de la sociedad catalana, aunque esta se halla ciertamente dividida.
EliminarHan copado las instituciones; han logrado hacerse con las fiestas tradicionales; se han apropiado de los símbolos; Se han adueñado de la lengua como patrimonio propio; han potenciado las redes mediáticas; han impuesto su ley y han vilipendiado lo que les incomoda señalándolo al nombre de "feixiste".
ResponderEliminarBrutus no lo hubiera hecho mejor.
Salut
Tienes razón, pero quiero pensar que la mayor parte de la sociedad no participa en este "juego". Peligroso, por cierto.
EliminarEl padre del mosso d’esquadra asesinado por ETA en Roses en el 2011, Santos Santamaría, ha dicho algo digno de reflexión: “En sus declaraciones en la Audiencia Nacional han argumentado que ellos no eran terroristas y que con aquellos explosivos sólo querían hacer ruido para llamar la atención. Aviso: este argumento ya lo había oído. Fueron exactamente las mismas palabras que utilizó en la misma Audiencia Nacional el comando etarra que con 60 kilos de explosivos y metralla asesinó a mi hijo”.
ResponderEliminarConozco ese trágico episodio. Esperemos que no haya más coincidencias con el mismo.
EliminarLUISANTONIO , anoche comencé a leer un libro editado por Fundacio Cataluña Estat , escrito por Jaume Vallcorba con el Prologo del Dr Moises Broggi con el titulo El País que Tenemos , en el mismo volumen esta escrito en español y en catalán , lo hago por la insistencia de un conocido catalán y catalanista extremo con el que tengo algo de relación deportiva , no se si seré capaz de terminarlo , ya te contare . Un SALUDO
ResponderEliminarEspero con mucho interés tus noticias sobre esa lectura. Hay que documentarse para tener criterio.
EliminarSaludos