jueves, enero 31, 2008

SUENAN LAS ALARMAS Y LADRA TROTSKY


Suenan las alarmas en el parking de ahí enfrente, a menos de diez metros. Supongo que falsas, como casi siempre. Dejo la novela de Jonathan Littell sobre el sofá. Me asomo a la terraza y trato de distinguir el sonido. No es la de mi coche porque hace tiempo que la desconecté. Menos sobresaltos. Siempre que sonó, tras las precipitadas carreras y las peores premoniciones, fue sin fundamento. Afortunadamente. Uno, dos, tres sustos, sin causa aparente. Mejor, prescindir de ella. Está anocheciendo y las nubes parecen de nácar. La luz es gris, han caído cuatro gotas por la tarde y el aire húmedo me llega hasta los huesos. Y siguen sonando las alarmas. Trato de abstraerme sin conseguirlo. Quizás algunas disparan o contagian a las otras, no sé... Parecen lamentos trágicos de seres robóticos desesperados. Sonidos desacompasados, rápidos los unos, monótonos los otros, angustiosos todos, como si acabasen de darles una mala noticia, la muerte de un hijo o algo así. Pero no puede ser. Son simples coches y no tienen alma. Tengo mis dudas. El mío suele gemir cuando lo dejo aparcado en el rincón con el retrovisor plegado rozando con la pared. Tengo que repararlo otra vez.

Calle estrecha, corta, aburrida y sin apenas vida humana. Un perro atado al poste de la luz junto a los contenedores acompaña con sus ladridos al lamento de las alarmas, cada vez más exhaustas. Ladridos lastimosos, nerviosos y crispados. Lo conozco, es de los vecinos del primero. Se llama Trotsky. No creo que ladre por las alarmas ni por quedar atado. No necesita pretexto. Siempre que va con mi vecina ladra, cosa que no hace con su marido. Creo que los perros no son ni buenos ni malos, son como sus dueños. Ladran o se callan según quien los maneja. Ensucian la acera o no según quién los pasea. A las personas nos suele pasar lo mismo. Gritamos a quienes nos gritan y estimamos a quienes nos estiman. Pasa el tiempo, las alarmas o las baterías se apagan o consumen una tras otra. Algún ingenuo como yo habrá temido lo peor. Hasta que se canse y la suprima o le roben el coche. El perro, ya desatado, con su dueña gritándole como siempre, sigue ladrando. Ama y perro parecen competir. Me gustaría deportarlo a Kazajistán (Asia Central) como a su tocayo, aquel histórico ucraniano amigo de Lenin. A la dueña, también. La noche, más cerrada. Las persianas metálicas del Súper descienden con violencia. Otro chasquido ruidoso. Calle tranquila, pero con el silencio ausente. Una jornada más que se acaba. Las nubes parecen alejarse hacia el Tibidabo. Las chimeneas se perfilan sobre los tejados y apuntan con timidez hacia el cielo. Alguna estrella pugna intermitente por hacerse ver. ¡Serán creídas! Las últimas alarmas, por fin, han enmudecido. Sólo resta el eco del perro y de ella. La vida sigue, la rutina de esta tarde tonta, también. Abro “Las benévolas” por el punto de cuero “made in Ireland” que me regaló mi amiga Mary C. y sigo leyendo: “El Reichsführer aprovechó la ocasión también para presentarnos al SS-Grigadeführer y Generalmajor der Polizei doctor Thomas,...” Por momentos siento añoranza de la vecina, de las alarmas y hasta del perro...

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