Las personas amables se caracterizan por su actitud comprensiva, abierta y generosa. Suelen ser simpáticas y se ofrecen a echar una mano ante cualquier coyuntura adversa. Saben compartir alegrías y penurias. Escuchar, sonreír, agradecer, saludar, etc. son manifestaciones de amabilidad, simpatía y buena educación.
Todo esto puede sonar a teórico y a música celestial. Sin embargo el otro día tuve ocasión de encontrar a una persona que se comportó de esta guisa. Resulta que estábamos haciendo cola en la caja del supermercado y una señora mayor se demoraba en exceso contando las monedas para pagar la cuenta. La cajera la miraba muy mal, al tiempo que la apremiaba con tono antipático para que se diese prisa puesto que había gente esperando. Algunos de la cola tampoco disimulaban su impaciencia. La señora, cada vez más nerviosa por esta presión ambiental, mostraba más torpeza en la tarea de contar monedas. Alguien se ofreció a ayudarla, pero la buena señora no lo permitió. La tensión iba en aumento. Yo estaba mudo y paciente, pero pasivo. Afortunadamente, un señor intervino, pidió comprensión a todos haciéndonos una reflexión sabia: “Mañana nos puede pasar a nosotros. Es ley de vida”. A continuación, con palabras muy cariñosas, se dirigió a la señora, que seguía contando monedas, y la tranquilizó. El efecto de su intervención se tradujo en que nadie hizo más gestos de impaciencia y que la señora pudo finalizar su tarea y hasta se disculpó por no llevar las gafas. Yo, un tanto avergonzado por mi actitud pasiva, agradecí a tal señor su amable y ejemplar intervención.
La amabilidad, componente esencial de la buena educación, no es un don natural que aflora espontáneamente, es una exigencia social. Ser parte integrante de la sociedad nos obliga a tenerla en consideración aunque nuestra individualidad se resista o se vea condicionada. En cierto modo es también una cura necesaria de humildad que nos invita a salir de nosotros mismos. Es una especie de antídoto del egoísmo en cuanto que supone pensar en los demás, tenerlos en cuenta y olvidarse de uno mismo, al menos, temporalmente. La amabilidad y la educación son, sin duda, actos sociales convencionales, artificiosos y poco auténticos, pero necesarios
Sin embargo, los otros – los mayores, los marginados, los diferentes, los antipáticos, los vecinos que no devuelven el saludo...- son los que más amabilidad necesitan. La crispación como respuesta sería hacerlos ganadores. Con ellos, sobre todo, hay que prodigar esta conducta, aunque cueste y no sea tan espontánea y natural como quisiéramos. El fruto, ante estas circunstancias, quizá se demore un poco más, pero acabará cayendo por su propio peso porque la amabilidad genera amabilidad y es tan gratificante para quien la recibe como para quien la otorga. Ambos quedan complacidos. A pesar de esta bondad mutua, no resultamos, por regla general, excesivamente espléndidos en el ejercicio de la amabilidad y la buena educación. ¿Por qué?
Todo esto puede sonar a teórico y a música celestial. Sin embargo el otro día tuve ocasión de encontrar a una persona que se comportó de esta guisa. Resulta que estábamos haciendo cola en la caja del supermercado y una señora mayor se demoraba en exceso contando las monedas para pagar la cuenta. La cajera la miraba muy mal, al tiempo que la apremiaba con tono antipático para que se diese prisa puesto que había gente esperando. Algunos de la cola tampoco disimulaban su impaciencia. La señora, cada vez más nerviosa por esta presión ambiental, mostraba más torpeza en la tarea de contar monedas. Alguien se ofreció a ayudarla, pero la buena señora no lo permitió. La tensión iba en aumento. Yo estaba mudo y paciente, pero pasivo. Afortunadamente, un señor intervino, pidió comprensión a todos haciéndonos una reflexión sabia: “Mañana nos puede pasar a nosotros. Es ley de vida”. A continuación, con palabras muy cariñosas, se dirigió a la señora, que seguía contando monedas, y la tranquilizó. El efecto de su intervención se tradujo en que nadie hizo más gestos de impaciencia y que la señora pudo finalizar su tarea y hasta se disculpó por no llevar las gafas. Yo, un tanto avergonzado por mi actitud pasiva, agradecí a tal señor su amable y ejemplar intervención.
La amabilidad, componente esencial de la buena educación, no es un don natural que aflora espontáneamente, es una exigencia social. Ser parte integrante de la sociedad nos obliga a tenerla en consideración aunque nuestra individualidad se resista o se vea condicionada. En cierto modo es también una cura necesaria de humildad que nos invita a salir de nosotros mismos. Es una especie de antídoto del egoísmo en cuanto que supone pensar en los demás, tenerlos en cuenta y olvidarse de uno mismo, al menos, temporalmente. La amabilidad y la educación son, sin duda, actos sociales convencionales, artificiosos y poco auténticos, pero necesarios
Sin embargo, los otros – los mayores, los marginados, los diferentes, los antipáticos, los vecinos que no devuelven el saludo...- son los que más amabilidad necesitan. La crispación como respuesta sería hacerlos ganadores. Con ellos, sobre todo, hay que prodigar esta conducta, aunque cueste y no sea tan espontánea y natural como quisiéramos. El fruto, ante estas circunstancias, quizá se demore un poco más, pero acabará cayendo por su propio peso porque la amabilidad genera amabilidad y es tan gratificante para quien la recibe como para quien la otorga. Ambos quedan complacidos. A pesar de esta bondad mutua, no resultamos, por regla general, excesivamente espléndidos en el ejercicio de la amabilidad y la buena educación. ¿Por qué?
Totalmente de acuerdo.
ResponderEliminarCarlos Trilla
me he leido todo sobre educación, de acuerdo en todo. Gracias por compartir.
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