Recuerdo que la España de los Austrias no era centralista: los reinos conservaban sus instituciones y sus peculiaridades que los reyes debían acatar, en muchos casos a su pesar. Ahí está el episodio de Antonio Pérez, secretario de Felipe II: fue condenado a muerte por conspiración, pero antes de ser ejecutada la sentencia, escapó a Aragón de donde provenía su familia y consiguió asociar su causa a los derechos garantizados por los fueros de Aragón. Temerosos de perder sus privilegios, los aragoneses se enfrentaron al rey en su defensa y provocaron varios motines que justificaron la entrada de las tropas del rey y la ejecución del Justicia Mayor del Reino. Antonio Pérez consiguió escapar a Francia donde siguió conspirando y alimentando la llamada Leyenda Negra sobre España.
El centralismo se impuso en España a principios del siglo XVIII por obra y gracia de la entronización de la Casa de Borbón en la persona de Felipe V. El sistema era de corte genuinamente francés y el objetivo era acabar con los fueros de los reinos de la Corona de Aragón, pues les protegía de las levas en tiempo de guerra y justificaban sus rebeliones. En 1707 abolió los fueros de Aragón y Valencia, sometiendo dichos reinos “a las leyes de Castilla”. El Consejo de Aragón que databa de 1494 dejó de existir. Sus asuntos pasaron al Consejo de Castilla. En Cataluña se llevaron a efecto reformas similares por el decreto de 1716 llamado de Nueva Planta, con la estipulación adicional de que el castellano se debería utilizar en todas las instancias judiciales. Así mismo desaparecieron las Cortes de aquellos territorios. Permanecieron las Cortes de Castilla que se convirtieron de hecho, aunque no de nombre, en las Cortes de España.
Sin embargo, la centralización de la monarquía española no fue completa, pues las Provincias Vascongadas y Navarra, que habían tomado partido por Felipe, conservaron sus fueros. El sistema nuevo de corte absolutista es aplaudido por unos y rechazado por otros. A pesar de la variedad de pueblos, culturas y etnias que nos caracterizan históricamente, ha permanecido, no sin resistencias, durante los casi dos siglos y medio transcurridos hasta el final del franquismo con la salvedad hecha del paréntesis de la II República. Guste o no, la realidad es que sigue habiendo diferencias de criterio respecto del modelo de Estado.
Desde hace siglo y medio algunos sectores poderosos de nuestra sociedad vienen convirtiendo la unidad de la patria en coartada para abortar cualquier proyecto que aborde una realidad insoslayable y todavía no resuelta: la España plural.
En 1978, se aprobó una nueva Constitución. Su objetivo primordial era permitir el pluralismo en un país donde, durante décadas, sólo había sido posible una ideología y una cultura. En los puntos donde había desacuerdos acerca de asuntos fundamentales, el texto fue deliberadamente ambiguo; por ejemplo, la “unidad indisoluble” y la “integridad territorial” de España eran difíciles de reconciliar con el derecho a la autonomía de todas las “nacionalidades y regiones” de España. Así y todo, la Constitución fue clara en las líneas principales de la nueva democracia: un Parlamento bicameral, un ejecutivo fuerte, un Estado no confesional y el reconocimiento de los derechos del nacionalismo regional. En el referéndum de 1978, la Constitución fue aprobado por el 88 % de los votantes.
La promulgación de la Constitución Española de 1978, que recoge el derecho de autonomía de las nacionalidades y regiones que forman el estado español, supuso un cambio de 180 grados con respecto al régimen anterior, que se basaba en planes centralizados tradicionales. Esto daba respuesta a un problema que había surgido repetidamente en la historia de España como resultado de las diferentes identidades sobre las que se ha construido la unidad de España.
El centralismo se impuso en España a principios del siglo XVIII por obra y gracia de la entronización de la Casa de Borbón en la persona de Felipe V. El sistema era de corte genuinamente francés y el objetivo era acabar con los fueros de los reinos de la Corona de Aragón, pues les protegía de las levas en tiempo de guerra y justificaban sus rebeliones. En 1707 abolió los fueros de Aragón y Valencia, sometiendo dichos reinos “a las leyes de Castilla”. El Consejo de Aragón que databa de 1494 dejó de existir. Sus asuntos pasaron al Consejo de Castilla. En Cataluña se llevaron a efecto reformas similares por el decreto de 1716 llamado de Nueva Planta, con la estipulación adicional de que el castellano se debería utilizar en todas las instancias judiciales. Así mismo desaparecieron las Cortes de aquellos territorios. Permanecieron las Cortes de Castilla que se convirtieron de hecho, aunque no de nombre, en las Cortes de España.
Sin embargo, la centralización de la monarquía española no fue completa, pues las Provincias Vascongadas y Navarra, que habían tomado partido por Felipe, conservaron sus fueros. El sistema nuevo de corte absolutista es aplaudido por unos y rechazado por otros. A pesar de la variedad de pueblos, culturas y etnias que nos caracterizan históricamente, ha permanecido, no sin resistencias, durante los casi dos siglos y medio transcurridos hasta el final del franquismo con la salvedad hecha del paréntesis de la II República. Guste o no, la realidad es que sigue habiendo diferencias de criterio respecto del modelo de Estado.
Desde hace siglo y medio algunos sectores poderosos de nuestra sociedad vienen convirtiendo la unidad de la patria en coartada para abortar cualquier proyecto que aborde una realidad insoslayable y todavía no resuelta: la España plural.
En 1978, se aprobó una nueva Constitución. Su objetivo primordial era permitir el pluralismo en un país donde, durante décadas, sólo había sido posible una ideología y una cultura. En los puntos donde había desacuerdos acerca de asuntos fundamentales, el texto fue deliberadamente ambiguo; por ejemplo, la “unidad indisoluble” y la “integridad territorial” de España eran difíciles de reconciliar con el derecho a la autonomía de todas las “nacionalidades y regiones” de España. Así y todo, la Constitución fue clara en las líneas principales de la nueva democracia: un Parlamento bicameral, un ejecutivo fuerte, un Estado no confesional y el reconocimiento de los derechos del nacionalismo regional. En el referéndum de 1978, la Constitución fue aprobado por el 88 % de los votantes.
La promulgación de la Constitución Española de 1978, que recoge el derecho de autonomía de las nacionalidades y regiones que forman el estado español, supuso un cambio de 180 grados con respecto al régimen anterior, que se basaba en planes centralizados tradicionales. Esto daba respuesta a un problema que había surgido repetidamente en la historia de España como resultado de las diferentes identidades sobre las que se ha construido la unidad de España.
Tras la ratificación de la Constitución y como resultado de la implementación de los principios contenidos en el Título VIII, en el curso de unos pocos años se ha completado el proceso de instauración de las 17 comunidades autónomas y han sido aprobados sus Estatutos de autonomía. Han sido también dotadas de su propio órgano de gobierno e instituciones representativas. A destacar que el proceso que ofrece la Constitución Española, no obliga a las regiones, sino que es, en general, un derecho para ellas.
Pero la verdad es que, tras poco más de 25 años de constitución del Estado de las Autonomías, integración en la Unión Europea y democratización de las instituciones públicas, el balance en líneas generales es más que positivo. El historiador Juan Pablo Fusi dice que en el Estado de las autonomías ha habido más elementos positivos que negativos y que ha dado a las regiones una nueva conciencia de autoestima y orgullo, y ha satisfecho los sentimientos de identidad particular de una buena parte de la sociedad española.
Y no estamos ante una mera descentralización, sino ante auténticos poderes regionales de horizonte y contenido federal. Así y todo, los nacionalistas que gobiernan y han gobernado sus comunidades largo tiempo vienen a cuestionar la propia legitimidad institucional construida, exigen más competencias de dudosa legitimidad y especulan con embarcarse en la búsqueda y riesgo de la soberanía más o menos manifiesta tras eufemismos de diversa índole. Tal actitud alimenta el rebrote de un nacionalismo españolista que pone en duda la legitimidad del Estado autonómico e insinúa la necesidad de un parón y vuelta atrás.
Todos los partidos, puesto que se trata de un problema de Estado, deben estar a la altura de las circunstancias y participar en las negociaciones. Es preciso un acuerdo, un pacto que no nacerá de contraponer identidades, historias, derechos de los pueblos, ideas dogmáticas de España, País Vasco, Cataluña...sino de la suma de las voluntades. Las dudas sobre la constitucionalidad o no de los acuerdos debe despejarlas, como he manifestado anteriormente, el Tribunal Constitucional. Los nacionalismos democráticos son legítimos, pero no lo son los de corte fundamentalista, especialmente cuando conviven, justifican y hasta obtienen beneficios de una violencia que consienten y hasta explican como inevitable. Confieso que la actitud de los independentistas me duele, pero no me gusta nada la actitud de los defensores de un rancio nacionalismo españolista anacrónico con ánimo falsamente patriótico y de efectos separadores.
Hay que negociar y no automarginarse, ante la indefinición abierta de la Constitución, los distintos Estatutos para que en el futuro la autonomía, la libertad y la igualdad de derechos y deberes se den la mano sin contradecirse, en el que las diferencias territoriales no obstaculicen la igualdad de oportunidades de todos los españoles y en el que el derecho a la diferencia no se ejerza como coartada para la defensa de ningún privilegio.
Pero la verdad es que, tras poco más de 25 años de constitución del Estado de las Autonomías, integración en la Unión Europea y democratización de las instituciones públicas, el balance en líneas generales es más que positivo. El historiador Juan Pablo Fusi dice que en el Estado de las autonomías ha habido más elementos positivos que negativos y que ha dado a las regiones una nueva conciencia de autoestima y orgullo, y ha satisfecho los sentimientos de identidad particular de una buena parte de la sociedad española.
Y no estamos ante una mera descentralización, sino ante auténticos poderes regionales de horizonte y contenido federal. Así y todo, los nacionalistas que gobiernan y han gobernado sus comunidades largo tiempo vienen a cuestionar la propia legitimidad institucional construida, exigen más competencias de dudosa legitimidad y especulan con embarcarse en la búsqueda y riesgo de la soberanía más o menos manifiesta tras eufemismos de diversa índole. Tal actitud alimenta el rebrote de un nacionalismo españolista que pone en duda la legitimidad del Estado autonómico e insinúa la necesidad de un parón y vuelta atrás.
Todos los partidos, puesto que se trata de un problema de Estado, deben estar a la altura de las circunstancias y participar en las negociaciones. Es preciso un acuerdo, un pacto que no nacerá de contraponer identidades, historias, derechos de los pueblos, ideas dogmáticas de España, País Vasco, Cataluña...sino de la suma de las voluntades. Las dudas sobre la constitucionalidad o no de los acuerdos debe despejarlas, como he manifestado anteriormente, el Tribunal Constitucional. Los nacionalismos democráticos son legítimos, pero no lo son los de corte fundamentalista, especialmente cuando conviven, justifican y hasta obtienen beneficios de una violencia que consienten y hasta explican como inevitable. Confieso que la actitud de los independentistas me duele, pero no me gusta nada la actitud de los defensores de un rancio nacionalismo españolista anacrónico con ánimo falsamente patriótico y de efectos separadores.
Hay que negociar y no automarginarse, ante la indefinición abierta de la Constitución, los distintos Estatutos para que en el futuro la autonomía, la libertad y la igualdad de derechos y deberes se den la mano sin contradecirse, en el que las diferencias territoriales no obstaculicen la igualdad de oportunidades de todos los españoles y en el que el derecho a la diferencia no se ejerza como coartada para la defensa de ningún privilegio.
QUE ES CENTRALISMO ESPECIFIQUE POR FAVOR
ResponderEliminarLo intentaré si Vd. es tan amable de enivarme la dirección de su e-mail o se identifica. Muchas gracias
ResponderEliminarEl autor
yo opino que el centralismo esta bien para el pueblo peruano y asi los extranjeros no vengan a robar
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