Celebración de las Bodas de Isabel en Teruel
“Es un sábado del mes de mayo de 1217. Día de mercado en Aliaga por concesión real. Ningún otro pueblo del entorno goza de tal privilegio. La poderosa Orden de los Sanjuanistas ubicada en el castillo goza de mucha influencia y poder. Sólo compite con ella, tras la realeza, la no menos poderosa Orden de los Templarios.
La Iglesia se halla en las estribaciones de la ladera del castillo. La calle principal desciende desde la Plaza de la Iglesia hasta las proximidades del río. A ambos lados, una serie de modestas casas temerosas de alejarse de la sombra protectora de la altiva fortaleza. Hoy se transforma en un ir y venir de gentes que convergen en ella con deseos de cambiar bienes por otros ajenos, con ganas de escuchar noticias de las sempiternas escaramuzas guerreras del sur del Reino de Aragón y con la curiosidad de admirar a esos saltimbanquis, juglares y vendedores de pócimas milagrosas que anuncian sus productos con gritos a manera de romances mal rimados. Sentado en una piedra y con una tabla sobre las rodillas a manera de mesa, un escribano de nariz aguileña traslada al pergamino las entrecortadas palabras de un mozo algo azorado. Dos caballeros llevan colgando del cinto sendas bolsas al no existir bolsillos en el jubón. Un ciego, con un raído hábito de peregrino de Santiago, sermonea a los presentes y les advierte del peligro de caer en la tentación de poseer más cosas de las necesarias. Nadie le hace caso. Hasta los perros se acercan a los puestos de venta olisqueando todo con avidez y ansias mal contenidas. Los chiquillos escapan, alborozados, de la tutela de las zagalas mayores y presumiblemente hermanas. Un oscuro personaje con aspecto de mendigo oculta su rostro tras una capucha cavernosa, permanece acurrucado en el centro de la polvorienta calle, pero no pide nada. Las personas y caballerías lo esquivan e ignoran. A lo lejos, junto al río, los tratantes de ovejas, corderos, cabras, mulas y jumentos discuten acalorados. Las primeras moscas se posan sobre las boñigas callejeras. El hedor, sin embargo, no resta encanto al ambiente festivo y al entorno primaveral que renace en las riberas de los dos ríos que confluyen en este escondido lugar.
Mi nombre es Alfonso y conozco a Juan Diego Martínez de Marcilla desde niño. Las diferencias sociales de nuestras familias no impidieron nuestros juegos y la forja de una gran amistad. Con el tiempo, Isabel, vecina y amiga común, acabaría absorbiendo su tiempo y atenciones. Yo los miraba a distancia con un cierto recelo porque Isabel, primogénita de la poderosa familia de los Segura y Juan parecían absortos en la mutua contemplación y dejaban pasar la arena de las horas en actitud ausente. De los juegos infantiles de antaño pasaron a los primeros escarceos amorosos. Cuando las circunstancias lo permitían dejaban atrás las murallas y se sentaban a las orillas del Turia. El suave discurrir de sus frías aguas y la fronda de un bosquecillo aislado eran el marco escénico donde ambos jóvenes se descubrían como diferentes y se contemplaban y acariciaban con torpeza, avidez y turbación. Sus miradas, de promesas llenas, y sus labios temblorosos expresaban el nuevo sentimiento amoroso que dejaba la amistad infantil al otro lado del río. Yo los observaba desde lejos, escondido entre los arbustos. El dolor de perder al amigo y los malos presagios me hacían salir huyendo de mi escondite sin rumbo.
VIII
“Es un sábado del mes de mayo de 1217. Día de mercado en Aliaga por concesión real. Ningún otro pueblo del entorno goza de tal privilegio. La poderosa Orden de los Sanjuanistas ubicada en el castillo goza de mucha influencia y poder. Sólo compite con ella, tras la realeza, la no menos poderosa Orden de los Templarios.
La Iglesia se halla en las estribaciones de la ladera del castillo. La calle principal desciende desde la Plaza de la Iglesia hasta las proximidades del río. A ambos lados, una serie de modestas casas temerosas de alejarse de la sombra protectora de la altiva fortaleza. Hoy se transforma en un ir y venir de gentes que convergen en ella con deseos de cambiar bienes por otros ajenos, con ganas de escuchar noticias de las sempiternas escaramuzas guerreras del sur del Reino de Aragón y con la curiosidad de admirar a esos saltimbanquis, juglares y vendedores de pócimas milagrosas que anuncian sus productos con gritos a manera de romances mal rimados. Sentado en una piedra y con una tabla sobre las rodillas a manera de mesa, un escribano de nariz aguileña traslada al pergamino las entrecortadas palabras de un mozo algo azorado. Dos caballeros llevan colgando del cinto sendas bolsas al no existir bolsillos en el jubón. Un ciego, con un raído hábito de peregrino de Santiago, sermonea a los presentes y les advierte del peligro de caer en la tentación de poseer más cosas de las necesarias. Nadie le hace caso. Hasta los perros se acercan a los puestos de venta olisqueando todo con avidez y ansias mal contenidas. Los chiquillos escapan, alborozados, de la tutela de las zagalas mayores y presumiblemente hermanas. Un oscuro personaje con aspecto de mendigo oculta su rostro tras una capucha cavernosa, permanece acurrucado en el centro de la polvorienta calle, pero no pide nada. Las personas y caballerías lo esquivan e ignoran. A lo lejos, junto al río, los tratantes de ovejas, corderos, cabras, mulas y jumentos discuten acalorados. Las primeras moscas se posan sobre las boñigas callejeras. El hedor, sin embargo, no resta encanto al ambiente festivo y al entorno primaveral que renace en las riberas de los dos ríos que confluyen en este escondido lugar.
Mi nombre es Alfonso y conozco a Juan Diego Martínez de Marcilla desde niño. Las diferencias sociales de nuestras familias no impidieron nuestros juegos y la forja de una gran amistad. Con el tiempo, Isabel, vecina y amiga común, acabaría absorbiendo su tiempo y atenciones. Yo los miraba a distancia con un cierto recelo porque Isabel, primogénita de la poderosa familia de los Segura y Juan parecían absortos en la mutua contemplación y dejaban pasar la arena de las horas en actitud ausente. De los juegos infantiles de antaño pasaron a los primeros escarceos amorosos. Cuando las circunstancias lo permitían dejaban atrás las murallas y se sentaban a las orillas del Turia. El suave discurrir de sus frías aguas y la fronda de un bosquecillo aislado eran el marco escénico donde ambos jóvenes se descubrían como diferentes y se contemplaban y acariciaban con torpeza, avidez y turbación. Sus miradas, de promesas llenas, y sus labios temblorosos expresaban el nuevo sentimiento amoroso que dejaba la amistad infantil al otro lado del río. Yo los observaba desde lejos, escondido entre los arbustos. El dolor de perder al amigo y los malos presagios me hacían salir huyendo de mi escondite sin rumbo.
En esta iglesia se hallaron los supuestos restos de los Amantes de Teruel
Al final pasó lo que tenía que pasar. Fueron sorprendidos por alguien menos discreto que yo y la familia de Isabel, advertida de ello, montó en cólera. Don Pedro de Segura, con la severidad solemne de la estirpe que correspondía a su alcurnia, afeó la conducta de Juan. Le tachó de desleal y lo que es peor, le recordó que la relevancia y fortuna de los Marcilla estaban muy lejos de la propia. De nada sirvió la petición de matrimonio que le hizo el joven a la que respondió con desprecio altanero. Sólo el llanto de su hija le hizo, en apariencia, cambiar de actitud. Aceptaría que Juan Diego se casase con Isabel si aportaba una dote tan elevada como elevada era la fortuna de los Segura. Juan Diego aceptó el envite y pidió un plazo. El orgulloso don Pedro, con malévola sonrisa, le dio cinco años de tiempo a sabiendas de la dificultad de alcanzar tal logro y de la certeza de que el tiempo y la distancia acabarían con esos sueños imposibles.
Al final pasó lo que tenía que pasar. Fueron sorprendidos por alguien menos discreto que yo y la familia de Isabel, advertida de ello, montó en cólera. Don Pedro de Segura, con la severidad solemne de la estirpe que correspondía a su alcurnia, afeó la conducta de Juan. Le tachó de desleal y lo que es peor, le recordó que la relevancia y fortuna de los Marcilla estaban muy lejos de la propia. De nada sirvió la petición de matrimonio que le hizo el joven a la que respondió con desprecio altanero. Sólo el llanto de su hija le hizo, en apariencia, cambiar de actitud. Aceptaría que Juan Diego se casase con Isabel si aportaba una dote tan elevada como elevada era la fortuna de los Segura. Juan Diego aceptó el envite y pidió un plazo. El orgulloso don Pedro, con malévola sonrisa, le dio cinco años de tiempo a sabiendas de la dificultad de alcanzar tal logro y de la certeza de que el tiempo y la distancia acabarían con esos sueños imposibles.
Cuando Juan Diego me lo contó, creí recobrar a un amigo perdido. Le dije que le acompañaría en tal empresa y que mi espada estaría a su servicio. Furtivos, abandonamos Teruel con pesar e incertidumbres. A Isabel, la imagino llorosa en su balcón. Juan Diego, orgulloso, sin mirar hacia arriba. De esto hace ya cinco años. Luchamos en las Navas y en numerosas escaramuza con suerte varia, sobre todo en el Reino de Valencia de fronteras movedizas. Pusimos nuestras armas, como Rui Díaz, al servicio del mejor postor. Los escrúpulos, un día acuciantes, dejaron paso a otros sentimientos. Cualquier medio para alcanzar la fortuna requerida nos parecía moral...Tiempos y experiencias aciagas, lejanos ya, nos persiguen como sombras. El regreso a casa ayuda a despegarse de estas argollas invisibles que nos lastran el ritmo de nuestro caminar en busca del futuro con los nuestros...
El alboroto no cambia el aspecto de Juan Diego, ausente, ensimismado y taciturno. Escuchamos a los voceros de mercancías y miramos con ansiedad a las mujeres que acuden presurosas a los puestos de venta y charlan sin cesar al tiempo que tocan telas finas de origen oriental. En la atmósfera, aromas de especies y de pieles curtidas. Unos juglares se sorprenden ante la presencia de Juan. Se le aproximan y saludan con alborozo. Tras conversar brevemente con ellos, recién llegados de Teruel, Juan cambia de actitud y rompe el silencio con tono alterado e imperativo:
- Regresamos al castillo. Cargad las mulas y ensillad el caballo. Partimos para Teruel.
- Regresamos al castillo. Cargad las mulas y ensillad el caballo. Partimos para Teruel.
Leoncio y yo nos miramos sorprendidos. Llevamos casi dos semanas en el castillo sanjuanista de Aliaga y por primera vez nuestro amigo y señor rompe su prolongado mutismo, parece despertar de un mal sueño y nos manda iniciar la marcha con precipitación y ánimo alterado. ¿Qué le habrán dicho esos juglares que, de camino hacia Zaragoza, han mantenido una breve conversación con él?.
- Amo, ¿no podríamos esperar hasta la tarde? – le ruega Leoncio, sin esperar respuesta.
- Leoncio tiene razón – le digo con convicción, mientras contemplo ansioso a las mozas con mejillas de ababol y miradas tímidas-, después de ausencia tan prolongada, ¿qué importancia pueden tener unas horas más?
Juan Martínez de Marcilla no se digna en contestarme ni detiene su presuroso ascenso. Tras el corto pero empinado camino que ladea el frente sur del castillo entramos resoplando en el recinto por la zona norte donde se halla el foso con escasas y enfangadas aguas dada la sequía de los dos últimos años. El Comendador de la Orden de los Sanjuanistas, López de Lizanda, estaba planeando, con la llegada del buen tiempo, taponar las filtraciones del foso con tierra arcillosa y construir unas defensas más avanzadas delante del mismo para paliar, de alguna manera, la única zona vulnerable del castillo, insertado por los otros costados en la roca hasta tal extremo que casi se confunde con ella.
La estancia en el castillo ha sido monótona, pero beneficiosa. Yo me quejo de la escasa presencia de mujeres entre sus murallas. Mi compañero de correrías asiente mientras que Juan Diego parece ignorarnos. Se dice que el Subcomendador de la Orden es enemigo acérrimo de tal presencia, aunque sea casi simbólica. Los mozos de caballerizas, no obstante, han hecho correr el rumor de que una dama joven de alcurnia se halla refugiada en la Torre del Homenaje porque no acepta la imposición paterna de ingresar en un convento de monjas. Alzo la mirada hacia los estrechos ventanales de la torre, pero la aparición de dos severos caballeros, ahora con hábitos de monjes, me obligan a desviarla hacia las almenas de las murallas intermedias.
Tras varios años de participar en las escaramuzas cruentas que se venían librando en tierras fronterizas con los reinos moros, salpicados de luchas bajo unos y otros estandartes con cruces o medialunas, había llegado, por fin, el momento del descanso y retorno a casa. Aliaga, su castillo, era un alto en el camino para restañar heridas del cuerpo y sinsabores del alma. Casi cinco años habían transcurrido desde que partieran de Teruel en busca de la fortuna suficiente para que Juan, hijo segundón de la familia Marcilla, fuese grato al exigente padre de Isabel”
(A lo mejor, algún día, estas elucubraciones se traducen en una narración digna o, mejor aún, en un ensayo con rigor científico que acalle bocas impertinentes o sonrisitas solapadas... Soñar es mi pasatiempo favorito...)
- Amo, ¿no podríamos esperar hasta la tarde? – le ruega Leoncio, sin esperar respuesta.
- Leoncio tiene razón – le digo con convicción, mientras contemplo ansioso a las mozas con mejillas de ababol y miradas tímidas-, después de ausencia tan prolongada, ¿qué importancia pueden tener unas horas más?
Juan Martínez de Marcilla no se digna en contestarme ni detiene su presuroso ascenso. Tras el corto pero empinado camino que ladea el frente sur del castillo entramos resoplando en el recinto por la zona norte donde se halla el foso con escasas y enfangadas aguas dada la sequía de los dos últimos años. El Comendador de la Orden de los Sanjuanistas, López de Lizanda, estaba planeando, con la llegada del buen tiempo, taponar las filtraciones del foso con tierra arcillosa y construir unas defensas más avanzadas delante del mismo para paliar, de alguna manera, la única zona vulnerable del castillo, insertado por los otros costados en la roca hasta tal extremo que casi se confunde con ella.
La estancia en el castillo ha sido monótona, pero beneficiosa. Yo me quejo de la escasa presencia de mujeres entre sus murallas. Mi compañero de correrías asiente mientras que Juan Diego parece ignorarnos. Se dice que el Subcomendador de la Orden es enemigo acérrimo de tal presencia, aunque sea casi simbólica. Los mozos de caballerizas, no obstante, han hecho correr el rumor de que una dama joven de alcurnia se halla refugiada en la Torre del Homenaje porque no acepta la imposición paterna de ingresar en un convento de monjas. Alzo la mirada hacia los estrechos ventanales de la torre, pero la aparición de dos severos caballeros, ahora con hábitos de monjes, me obligan a desviarla hacia las almenas de las murallas intermedias.
Tras varios años de participar en las escaramuzas cruentas que se venían librando en tierras fronterizas con los reinos moros, salpicados de luchas bajo unos y otros estandartes con cruces o medialunas, había llegado, por fin, el momento del descanso y retorno a casa. Aliaga, su castillo, era un alto en el camino para restañar heridas del cuerpo y sinsabores del alma. Casi cinco años habían transcurrido desde que partieran de Teruel en busca de la fortuna suficiente para que Juan, hijo segundón de la familia Marcilla, fuese grato al exigente padre de Isabel”
(A lo mejor, algún día, estas elucubraciones se traducen en una narración digna o, mejor aún, en un ensayo con rigor científico que acalle bocas impertinentes o sonrisitas solapadas... Soñar es mi pasatiempo favorito...)
(Sólo queda una entrada)
Luis
ResponderEliminaraquí me tienes tan emocionada releyendo la historia desde el principio. Y esas imágenes tan vívidas. Es que me siento en otro tiempo y en otro lugar, viviendo el mercado, su gente, sus olores, sintiendo la turbación de Juan
¿No es digno que lo transmitas de tal manera? Sueña Luis, sueña, y sigue llevándonos en tu sueño.
Un beso, un abrazo y un gracias
Sigue soñando, Luis, y contándonos tus sueños,te voy leyendo atrapada por tu narración.
ResponderEliminarBesos en la distancia
fascinante tu blog besos sin mí
ResponderEliminarfascinante tu blog besos sin mí
ResponderEliminarLuis, estoy sorprendida, mejor dicho NO me sorprende en absoluto, el séquito que llevas detrás, en tu blog. Es fascinante el interés que suscitan tus magistrales entregas.
ResponderEliminarBendita sea la casualidad, de encontrarte con el becario Giuseppe, de Cerdeña, pieza crucial, para asentar en certezas, tus intuiciones. Como el resto del séquito, estoy ansiosa de la continuacion...
Hoy, creo te hubiera gustado estar en el C.A., en la presentación de un libro. Han hablado de las ordenes religiosas,establecidas en la zona. He comprado el libro, parece estar bién documentado, cuando quieras te lo llevo para que lo leas.
Un cariñoso abrazo. Etel.
¿Y que mejor que una trama de amores y aventuras para ponernos al día de la historia de Aliaga y sus encomiendas militares?
ResponderEliminarInformación por lo que veo, no te falta...
Sigue con ello Luis Antonio por favor.
Un abrazo.
A Mara y Cuya y Marysol: El problema de soñar es el despertar. Gracias por vuestro entusiasmo. Animáis mucho, ¿lo sabiáis?
ResponderEliminarEstimada Etel: Me temo que el desenalace de la narración va a ser como el despertar de un sueño...Un abrazo y gracias. Sabía de la conferencia, pero en esa ocasión no pude asistir.
A Cristal00k: Gracias, eres muy gentil. Otro beso
A "Mi despertar": Bienvenida a esta bitácora. Tus besos saben a fresa y tu "despertar" es como volver a soñar